Miguel Rodriguez Sosa
Perú y Corte IDH: Lo bueno, lo malo y lo feo
La Corte IDH atenta con descaro contra la soberanía nacional del Perú
Hasta el día de hoy jueves 11 de julio no se conoce la decisión del gobierno sobre la ley recientemente aprobada para precisar “la aplicación y alcances del delito de lesa humanidad y crímenes de guerra en la legislación peruana”, pero es de esperar que sea consistente con su pronunciamiento contenido en la carta conjunta enviada por la presidente de la República y el presidente del Congreso a la Corte Interamericana de DDHH (Corte IDH) expresando su claro malestar por la resolución de ese tribunal emitida el 1 de julio que, a juicio de los remitentes, desconoce la soberanía estatal peruana por pretender que el Estado abdique de sus competencias constitucionales –la de emitir leyes– en favor de una instancia supranacional.
En esa resolución del 1 de julio la Corte IDH resolvía: “Requerir al Estado del Perú que a través de sus tres Poderes tome las acciones necesarias para que no se adopten, se dejen sin efecto o no se otorgue vigencia al proyecto de ley No. 6951/2023-CR que dispone la prescripción de los crímenes de lesa humanidad perpetrados en el Perú, a los que se hace referencia en las Sentencias de los casos Barrios Altos y La Cantuta u otras iniciativas de ley similares, a fin de garantizar el derecho de acceso a la justicia de las víctimas de esos casos”.
Una inaceptable injerencia de la Corte IDH en asuntos internos del Perú y nada menos su exigencia de que el Poder Legislativo no legisle, el Poder Ejecutivo no promulgue y el Poder Judicial incumpla una norma legal de derecho interno que no les place a los señoritos de esa corte y además a petición de “los representantes de las víctimas” en los casos Barrios Altos y La Cantuta, que en realidad no son parte en el asunto. Peor todavía, la Corte IDH resuelve sobre una cuestión de fondo inexistente (“lesa humanidad”) sobre una petición de medidas cautelares, actuando con arbitrariedad sublevante contra su propia competencia.
A este respecto la carta es enérgica y precisa señalando que la Corte IDH “Pretendería más bien en constituirse al interior de nuestro Estado en un suprapoder con capacidad de dirigir y ordenar la manera en que sus órganos legítimos deben operar”.
Corresponde precisar que en los casos Barrios Altos y La Cantuta las sentencias penales emitidas por el Poder Judicial peruano consideraron las conductas punibles enmarcadas en tipos penales comunes, ninguna concerniente a delitos de lesa humanidad. Son, además, sentencias ejecutoriadas, vigentes, cuyo cumplimiento es observado por la Corte IDH, por lo que no cabe que “los representantes de las víctimas” aleguen contra una norma legal nueva y todavía en proceso que de ninguna manera los afecta.
Pero ocurre que las oenegés en el negocio de los derechos humanos han tomado este caso como caballito de batalla para argüir el manido tema del concepto ius cogens empeñado en limitar la soberanía estatal pretextando que la figura de lesa humanidad sustenta una preceptiva supranacional que tiene la fuerza necesaria para no ser derrotada simplemente porque se impone por encima del consentimiento de los estados en el derecho internacional. Es un argumento hiper-racionalista que arriesga destruir el fundamento del propio derecho internacional, que es el principio voluntarista de su adhesión por parte de los estados.
Así, han asumido que la nueva ley viola el principio universal de imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, lo que es una falsedad evidente puesto que la norma solamente precisa la aplicación y alcances de esos delitos en la legislación interna del Perú con arreglo al momento de la vigencia del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y a la Convención sobre la dicha imprescriptibilidad (Art. 1), para garantizar los principios de legalidad y de retroactividad (Art. 2) y para ajustar su vigencia a los tiempos en que el Estatuto de Roma y la Convención mencionada entraron en vigencia para el Perú: 1 de julio del 2002 y 9 de noviembre del 2003, respectivamente.
La argumentación feble de los opositores a la ley aprobada en el Congreso sostiene que el concepto ius cogens es, además de omnicomprensivo, prescriptivo y posee absolutamente validez universal. Es una falacia si se lo analiza a la luz del juicio sobre la validez jurídica. ¿Por qué se acepta en las normas unos criterios de validez? ¿Quién tiene la competencia y autoridad para identificar esos criterios? ¿Cómo se resuelven los conflictos entre el orden jurídico interno y el orden jurídico internacional? Lo que parece ser, con esas interrogantes, un problema de orden teórico en el ámbito jurídico, en el mundo real –no el de las ideas– ha sido resuelto en la práctica por la Convención de Viena de 1969 que establece, por primera vez, un criterio formal de validez: “las cláusulas que violan el ius cogens son nulas” porque afectan el sentido de justicia. Una mala solución porque la justicia entonces es un valor moral, no jurídico. Y si la moral es una construcción cultural, ¿por qué el principio ius cogens debería ser imperativo, universal, obligatorio? El problema debe ser retomado por el análisis ante la existencia de “realidades fronterizas” y asuntos emergentes.
Cuando la Corte IDH alude al ius cogens en su resolución sobre la ley en cuestión pretende imponer un criterio de justicia que es, cuando menos, debatible en su contenido conceptual y en su alcance de aplicación. Una bizarra amalgama entre el iusnaturalismo y el positivismo supranacional globalista.
Hasta aquí, la carta de los titulares de los poderes Ejecutivo y Legislativo del estado peruano cuestiona y reprueba con acierto la postura de la Corte IDH basada en esa entelequia filosófica –el ius cogens– cuyo significado proviene de una mera convencionalidad que no es sustantiva no obstante su muy amplia aceptación. Algo parecido sucede con la noción de “autoría mediata” fabricada por Claus Roxin, tan difundida pero que carece de consistencia interna y deducibilidad.
El coro lastimero azuzado contra la carta enviada a la Corte IDH es una exacerbación del victimismo impropio por parte de quienes no serán afectados en su condición de “representantes de las víctimas”. Muy mal hace esta corte en alegar criterios de “extrema gravedad”, “urgencia” y “daño irreparable en el acceso a la justicia”. Lo que pretende la ley que regula la aplicación y alcances del delito de lesa humanidad y crímenes de guerra en la legislación peruana es poner coto legal al abuso persecutorio de magistrados sobre imputados en casos en los que no rigen –ni podrían regir– el Estatuto de Roma ni la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Delitos de Lesa Humanidad antes de su entrada en vigor en el Perú, 2002 y 2003 respectivamente.
Naturalmente, las plañideras contra la ley son las oenegés afectados en su negocio de representar “víctimas” para obtener del Estado reparaciones e indemnizaciones, y a esas se suma por entero la vocería de la clique caviar, sus estudios de abogados y medios periodísticos falseando argumentos, pero sorprende la actuación de la directiva del Colegio de Abogados de Lima (CAL) pronunciándose sin consultar a los agremiados sobre dicha ley para demandar al gobierno que la observe mencionando que, de acuerdo a normas internacionales, los crímenes de lesa humanidad "no están sujetos a prescripción (…) independientemente de la fecha en que se hayan cometido". A tal efecto postula: "Por lo tanto, desde la junta directiva del Colegio de Abogados de Lima exhortamos al Poder Ejecutivo, teniendo en cuenta la primacía de la convencionalidad, que procede a observar la autógrafa de ley aprobada por el Congreso de la República, conforme a las facultades de veto contenidas en el artículo 108 de la Constitución Política del Perú".
Apena que la entidad gremial de los letrados de Lima ofenda la sindéresis (también la gramática) con el brulote de confundir la potestad presidencial de realizar “observaciones” a todo o parte de una ley aprobada en el Congreso, con una presunta facultad de “veto” inexistente en nuestro régimen constitucional. El Perú no es Estados Unidos de América, donde incluso el poder presidencial de veto es restringido. Menos es la Francia de los Luises. Peor todavía, el decano del CAL orondo sale ante cámaras para lucir un galimatías tan pretencioso como ignorante afirmando que la imprescriptibilidad convencional –supuestamente afectada por la nueva ley– es “autoaplicativa”, revelando así su rústico conocimiento de la materia jurídica.
Otro es el caso visto desde el Poder Judicial, cuyo presidente ha declarado que si bien la Corte IDH “no tiene ninguna facultad para pedirle a los poderes del Estado que hagan algo, menos al Poder Judicial para que interfiera en las decisiones de otros poderes, pues, el Poder Judicial respeta a los otros poderes”, adopta una postura laxa sosteniendo que serán los jueces peruanos quienes decidirán al respecto: “Si la ley se promulga, entrará en vigor, y si un juez considera que es inconstitucional, contraria a convenios, la inaplicará vía control difuso, fundamentando; y si la considera adecuada a los estándares, la aplicará”. Si se toma en cuenta que desde el Ministerio Público se ha reprobado la misma ley alegando sujeción a la convencionalidad supranacional, sucederá que el vigor de la norma dependerá del arbitrio de fiscales y jueces, lo que obligará a recurrir al Tribunal Constitucional para una definición culminante y cancelatoria del asunto. Un viacrucis legal.
En otro plano de la escena, la enérgica resolución del contenido de la carta dirigida a la Corte IDH se debilita radicalmente cuando sus firmantes toman posición sobre un extremo adjetivo de la resolución del tribunal, cuando menciona “(…) rechazamos con vigor que la Corte IDH use términos como ‘conflicto armado interno’ para referirse a los años en que Perú tuvo que enfrentar la insania terrorista (…) en la resolución del 1 de julio se llega a decir ‘un conflicto entre grupos armados y agentes de las fuerzas policial y militar’”, calificando el suceso como “un ataque terrorista generalizado y sistemático”.
Es de lamentar que desde los poderes Ejecutivo y Legislativo del estado peruano se persista en contrariar con una narrativa vigente por 44 años, desde 1980, la cruda verdad de los hechos que configuraron típicamente un conflicto armado no internacional (CANI) en el territorio del Perú: el enfrentamiento de variable intensidad (creciente por doce años) entre las fuerzas del orden y grupos armados realmente beligerantes, poseedores de un nivel innegable de organización y que lograron por tiempos el control de partes de territorio y de población, con objetivos de capturar el poder y destruir al Estado, ejecutando acciones terroristas también pero no exclusivamente.
La calificación de ese cruento proceso como “agresión terrorista” o simplemente “terrorismo” lo ubica en los términos estrictos del derecho penal interno desde que se expidió el decreto legislativo 46 de 1981. Confundió la subversión comunista armada con una actuación criminal y, como correlato, debilitó la intervención contrasubversiva de las FF.AA., que no contó –nunca– con el marco jurídico y legal apropiado en el paradigma del Derecho Internacional Humanitario, lo que precisamente ha propiciado la persecución penal de militares y policías imputados por delitos contra los derechos humanos y hasta con la figura artificiosa de “delitos de lesa humanidad”. Un lastre que centenares de defensores del orden del Estado siguen padeciendo.
En resumidas cuentas, la carta suscrita por los dignatarios Boluarte y Soto en nombre del estado peruano, dirigida a la Corte IDH, presenta el muy significativo mérito de enfrentar la insolencia de este tribunal atentando con descaro contra la soberanía nacional del Perú; También el de arrostrar una sedicente titularidad de “representantes de víctimas” importunando con clamores de una justicia desvirtuada y reparaciones injustificables. Pero se deslíe persistiendo en desconocer u omitir la verdadera naturaleza de la amenaza derrotada, a la que llama terrorismo y no, como debiera ser, subversión comunista armada.
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