Manuel Gago
¿No somos nada?
La tragedia nacional sigue su curso
Carlos Cabanillas cuenta que su padre, fallecido recientemente, fue gerente de Centromin Perú, y que cuando ejercía ese cargo fue secuestrado por Sendero Luminono, “en la época más dura del terrorismo”. Había asistido al funeral de un dirigente minero “volado en pedazos” por los maoístas. Los “tucos” (seguidores de Abimael Guzmán) no se percataron de que Cabanillas Bustamante estaba armado. Valientemente caminó al descampado, en donde sería “ajusticiado”, se enfrentó a sus captores. “Hubo un cruce de disparos y se lanzó del carro”, cuenta el hijo. A sus ocho años ve la cicatriz de bala y pregunta: ¿qué pasó?
No pasaba otra cosa que una escalada de secuestros, tortura, muerte y destrucción material. El dirigente minero despedazado nos recuerda a María Elena Moyano, lideresa izquierdista asesinada de la misma forma. Fueron también ajusticiados Pedro Huilca, de construcción civil (así su hija diga lo contrario), Pascuala Rosado y al alcalde de Huancayo, Saúl Muñoz, de las canteras socialistas.
–¡Un paso al frente compañeros, la guerra popular ha comenzado! –les dijeron a los pukallactas reunidos.
–¡Ya saben lo que viene! –fueron advertidos los que se quedaron quietos, negando unirse al terrorismo.
En esa época dura del senderismo, por trabajo, iba a Cerro de Pasco, Andaychagua, Morococha, Casapalca, Milpo, Atacocha y otras minas, desde Tacna a Cajamarca. Un día, saliendo de un poblado, dos jóvenes me pidieron que los lleve a Cerro. Su lenguaje los delataba, mientras conversábamos y les invitaba plátanos y galletas de agua. Al despedirse me advirtieron que abandonara pronto el lugar. Esa noche el maoísmo asaltó e incendió el almacén de Milpo. Otro día, en un grifo, dos personas me pidieron que los llevara hacia adonde iba, a Atacocha. El grifero había terminado de despachar gasolina y demoraba en cobrar. Me acerqué hasta él y, susurrando, me previno: "No los lleves". Por esos días, un ingeniero de otra compañía proveedora había sido secuestrado y asesinado.
Una tarde, estando en La Oroya, empezó un paro armado. Estacioné mi auto y, mientras iba de un hotel a otro –Centromin me ofreció hospedaje– un policía preguntó quién era el propietario del escarabajo amarillo. Ante las respuestas negativas, como desquiciado –me cuentan luego– gritó en la calle ¡coche bomba, coche bomba!
El cruce Lima, Huancayo y Cerro –hervidero de comerciantes y gente que va y viene– se volvió en segundos un desolado intercambio vial. Mi auto había sido señalado como coche bomba. Sin saberlo, muy suelto de huesos, volví a recogerlo y fui encañonado con todo el armamento que disponen los policías de la comisaría.
En Huancavelica, después de Cobriza, los soldados me bajaron del bus. No tenía salvoconducto. Intentando persuadirlos le dije al oficial: "no puedo tener identificación". Creyó que era uno de ellos vestido de paisano.
Viajaba siempre de madrugada, y a las cinco de la tarde debía estar a buen recaudo. Vi banderas rojas en la carretera; vi gente armada en quebradas, sin saber si eran senderistas o soldados. Vi policías asustados, varados, en medio de la nada, con su movilidad sin gasolina. Por precaución, llevaba toda clase de repuestos y herramientas, además de gasolina extra. Al compartirla con los policías, los vi tirados en el piso y detrás de rocas, con sus rifles apuntando alrededor.
Vi y escuché tantas cosas que resulta extraño entender que esa información no fuera compartida con la generación del Bicentenario, aquella que marchó contra el Gobierno de Manuel Merino. ¿Qué pasó?, preguntamos, como el niño Cabanillas. Que caímos en la trampa. “Cerrar heridas”, “enterrar el pasado”, “olvido y perdón”, “voltear la página” sirvieron para que el maoísmo se reagrupara y cambiara de estrategia. ¡Le borraron la memoria a Perú!
“No nos terruquees”, dicen cuando contamos hechos. Y así, la tragedia nacional sigue su curso; ¿nos muestra otra vez “la horrenda verdad silénica de que no somos nada”?
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