Eduardo Zapata
Leer en voz alta
Una práctica beneficiosa pero casi olvidada
Durante bastante tiempo –más de lo que a veces imaginamos– se leía en voz alta. El acompañamiento de la palabra leída fue una práctica usual aun en las primeras escuelas, aquellas de cuando la educación se hizo pública, masiva y obligatoria. Desde allí y gradualmente la voz se fue apagando y eran nuestra mente y nuestros ojos los que activaban el significado de lo escrito.
Como lo demostraron los trabajos de Overmann, especialista cognitivo de la Universidad de Bergen en Noruega, ocurre que ciertamente leer en silencio permite tal vez seguir mejor el ritmo discursivo del pensamiento. Ocurre también, y siguiendo a Havelock, que en un momento dado, aunque suene paradójico, los grupos humanos requirieron profundizar la socialización del individualismo; y para ello la lectura sin voz es herramienta fundamental. Porque es ensimismamiento.
Sin embargo, y dado que en esta columna nos estamos preocupando últimamente del aprendizaje de una buena lectura, tal vez convenga subrayar las ventajas que tiene para tal efecto que volvamos a leer en voz alta.
En una nota anterior y con el propósito anunciado líneas arriba hablamos de la importancia de introducir –como en los Estados Unidos– el spelling en nuestras aulas. Pues dijimos que no solo era arma eficiente para una buena ortografía sino que el alumno –al verse obligado a deletrear las palabras– sedimentaba automáticamente que lingüísticamente el todo se descompone en partes y que esas partes, una vez independizadas y combinadas con otras partes, propiciaban la creación de nuevas estructuras: palabras, frases u oraciones mayores. Más allá de lo anterior, cosa no menos importante, aprender a entrenarse en la identificación de las unidades discretas de la lengua alimenta nuestra capacidad analítica.
Resulta claro –lo adelantamos ya– que leer en voz alta fue práctica común hasta hace no mucho. Y es que mientras no había enseñanza masiva, pocos tenían el privilegio de saber leer y escribir. Y los que lo tenían y deseaban compartir un texto, lo hacían en voz alta, Para enseñar a los que se iniciaban en la perfomance lectora el valor del ritmo y de la fluidez. El valor de las unidades en que se debía poner énfasis para tener claro sujeto y predicado. Y eso se lograba rescatando la entonación. El valor de la pausa, la regulación de timbre, tono e intensidad de voz.
Ante tanta información veloz, simultánea y transitoria que la electronalidad hoy propicia entre nuestros niños y jóvenes, quizás haya llegado el momento de volver a leer en voz alta en nuestras aulas. Porque, como lo demuestran estudios de algunas universidades particularmente de Israel e Italia (hablamos de las universidades de Ariel y Perugia por ejemplo), la lectura en voz alta mejora la memoria y, sobre todo, fortalece los vínculos emocionales entre los miembros de un grupo que comparte así la lectura.
A maestros y padres de familia les podemos pedir que le devuelvan musicalidad al lenguaje. Que lean en voz alta a niños y adolescentes. Porque la palabra hablada, al afianzar vínculos emocionales –y más allá de que una cabal comprensión de lo leído favorece la racionalidad–- estamos propiciando afectividad. Esa afectividad tan ausente en nuestras escuelas y en nuestra sociedad toda.
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