Hugo Neira
Las autocracias en Perú
Y unas vacaciones llamadas democracias
A veces —no siempre— alguna idea en los diarios nos sorprende. Es el caso del artículo de Alonso Cueto, sobre «Los líderes en el Perú» (El Comercio, 16/08/19). Coincido con él, «los peruanos endiosamos a un líder, le atribuimos cualidades divinas y lo derrumbamos de su pedestal después de un tiempo». Y continúa, en un tema que toca nuestra ingrata e olvidadiza memoria: «De nuestros expresidentes a lo largo de la historia solo algunos, como Ramón Castilla, se salvan del olvido». Y luego hace un listado de partidos políticos, «que no sobrevivieron a sus líderes». Es el caso «del poderoso Partido Civil del siglo XIX, del Oncenio de Leguía, del Apra que nunca se recuperó de la ausencia de Haya de la Torre». Y no se olvida de Acción Popular, de Fernando Belaunde. Sobre este último caso, parece que amanecen otros líderes, pero ¡casi 50 años después!
Bravo, querido amigo. El amable lector debe saber que no franeleo al escritor Cueto. Ocurre que coincidimos, por azar, en vivir en Madrid, justo cuando acababa el régimen franquista y se abrían las magníficas y anchas puertas de la Transición de España. Nosotros estábamos ahí, por razones diversas, ¡pero estábamos! Íbamos con frecuencia al cine o al teatro, y además de estudios y escritura, comentábamos lo que nos ocurría en la caza amorosa de españolas, que en ese momento se soltaban las cabelleras y los deseos, con más intensidad que las turistas suecas. Pensándolo bien, siempre he tenido, en Lima, en París o en Madrid, más amigos poetas o escritores, cineastas o gente de teatro, que sociólogos o politólogos. Acaso porque aparte de estudiar permanentemente, no me olvidé de vivir.
Lo que sostiene Alonso Cueto es un hecho real, que debemos tomar en cuenta. «Cuando desaparece el líder, desaparecen muchas veces los grupos». A muchos no les sorprenderá esa suerte de cementerio. Pero los que hemos tenido una vida cosmopolita, o aquellos que siguen atentamente el carácter de otras sociedades, saben que eso del líder como tema decisivo no es precisamente general. Es más bien, nuestro particularismo. El jefecito. En México, el PRI gobierna 70 años, con presidentes distintos. Cabe recordar que después de Mitterrand, en Francia, vinieron otros socialistas franceses. Y después de Allende en Chile ha habido presidentes socialistas. Ricardo Lagos, por ejemplo, o la señora Bachelet. No como en nuestro caso, salvo pocas excepciones, una sucesión de lobos esteparios, por decir lo menos. Fácil es hablar mal, a posteriori, de aquellos a quienes aupamos al poder, Toledo, Ollanta, PPK, etc. El «nos» no me incluye.
Ahora bien, que exista una suerte de pattern en la vida peruana, un molde, lo he mencionado en esta misma columna. Lo del rol del «taita, el señor, el diosito, el que tiene la última palabra», como lo dice Alonso Cueto. He llamado a ese fenómeno repetitivo, la autocracia. Y eso es lo que era Leguía: sube con los votos del Partido Civil, al que luego elimina con un golpe de Estado. Se inventa su propia bancada y ministros, y una nueva elite muy trepadora, gente «que no pertenecía a la casta oligárquica», dice Armando Bazán, uno de los intelectuales que lo apoyaban. Estamos hablando, pues, de autócratas civiles y no dictadores militares. Abimael Guzmán intentó el poder con la violencia, y fracasó. Los autócratas llegan con urnas. Y la especie tiene porvenir en un siglo en que las democracias vuelven a ser discutidas. Miren Europa y lo que se llama populismos.
A Leguía se le veneró. «Nunca he visto inteligencia más rápida, imaginación más fecunda ni aptitud igual a la resolución inmediata de las cuestiones difíciles», lo dice Luis Alayza y Paz Soldán, que no era cualquiera. Lo llamaron «modelador del alma nacional, inspirador de una nueva ideología» (José E. Bonilla). Se habló entonces del Siglo de Leguía. «Sus diez años de gobierno, empeñaron la gratitud nacional». Y en octubre de 1929, lo vuelven a elegir. Pero la autocracia pagó un precio muy alto e inhumano, Augusto B. Leguía acaba sus días en una prisión. Antes de morir escribe sus memorias, un breve texto, Yo tirano, yo ladrón. Y pregunta Leguía a sus enemigos: «¿No era yo el padre, el hermano y el amigo generoso de todos, y noble hasta con sus enemigos?» No hay duda de que lo abandonaron los que se beneficiaron de sus favores.
El debate sobre el Oncenio siempre está abierto. Y me pregunto, ¿lo hunde «la depresión económica», como el mismo Leguía lo dice ante su ruina y la del país? Siempre me ha parecido un político moderno asociado a políticos oropelescos y retóricos. No fue un gobierno de incapaces. Leguía moderniza Lima y la plaza San Martín, entre otras obras, resultado del Oncenio. Las avenidas Salaverry, Brasil y la que hoy llamamos avenida Arequipa, comunicaron la ciudad y el mar. Se ocupó de la recuperación de provincias cautivas. Contreras, historiador, señala que en los Estados Unidos ya lo llamaban «el gigante del Pacífico». Pero vino la crisis de 1929, y el castillo de naipes que es la economía peruana, se vino abajo.
Como el lector lo sabe, no hay historia, sino historias. Cada generación lee el pasado a raíz de su propio problema. La pregunta de hoy es cómo Leguía, fundador de autocracias, logra la popularidad. La respuesta es pasmosa. La he hallado en los opositores. «Leguía había hecho un mal gobierno en 1908-1912. Su popularidad vino del odio nacional contra el civilismo». Es curioso, se parece al odio por el keikismo de estos días. ¿Sabe quién sostiene esa hipótesis? Un exiliado entonces en México, el estudiante Víctor Raúl Haya de la Torre. Hay otro juicio que encaja en nuestro presente. «Leguía pisoteó a los corruptos políticos de su tiempo para cambiar con lobos de su propia camada». Lo dijo otro exiliado, en Buenos Aires, Manuel Seoane.
Quisiera terminar con una conjetura impertinente. La que plantea Étienne de La Boétie en el siglo XVI (pensador desconocido en nuestras universidades, no es marxista ni liberal). En otras sociedades y comunidades cognitivas, lo estudian, autor y amigo de Montaigne, Discurso sobre la servidumbre voluntaria. En efecto, ¿es cierto que los seres humanos están ansiosos de sus libertades? Si eso fuera así, no habría autócratas alabados y deseados por los pueblos. La Boétie se hizo la pregunta, ¿por qué millones de millones de hombres, viven bajo tiranías feroces? Pregunta para estos tiempos inciertos.
Las masas hipnotizadas por líderes fue un tema dominante en los años treinta. Fascismo, nazismo, marxismo-leninismo. Fidel Castro, Francisco Franco, Hugo Chávez, nos guste o no, fueron amados y a la vez temidos. Hoy la psicología observa que los súbditos voluntarios se identifican con su tirano. Freud puro: el carácter libidinal de individuos, reclaman a gritos un jefe y viven de esa ilusión. A lo que se añade la tecnología, la manipulación de emociones y el culto a la personalidad. El caso es que de La Boétie a Foucault, el poder es siempre precario, sea democrático o despótico. ¿Qué somos? ¿Insumisos de la libertad, o partidarios de un Leviatán-solapa, a la peruana? Maquiavelo, propondría ser león y a la vez zorro. En nuestro tiempo, la inseguridad nos hace a todos una especie híbrida, con principios, sin duda, pero también con el uso descomunal de la mentira. Y el juego de las apariencias que esconde las relaciones de fuerza de unos y de otros. ¿Transparencia? Por favor, no me hagan reír.