Juan C. Valdivia Cano
El tamaño de su esperanza
Con Borges la metafísica parece sobrepasarse a sí misma
«Es la nada sudamericana que hace a los escritores de
todo un continente, más abiertos, más vivos y más diversos
que los europeos del oeste, paralizados por sus tradiciones
e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis»
E.M. Ciorán : Excercises d'admiration (Borges)
Introducción
¿Cuál es la relación de la obra de Borges con su ciudad natal y con su país? Para ahorrarme un análisis detallado, voy a recordar rápidamente la primera etapa de esa relación, más o menos conocida, para luego detenerme, en la segunda parte, en su último libro. En éste, Borges ya no responde explícita sino elípticamente a mi pregunta, esto no hace menos definitiva su respuesta que, por otro lado, no quiere verdadera, sino profética: Los Conjurados (Madrid, 1985).
El sagrario de la pampa, la hombría del paisano, la reciedumbre del malévolo, la dulzura generosa del arrabal son los signos del fervor juvenil de Borges por la Argentina en los años veinte, a su vuelta de Europa. Argentinidad exacerbada por el doble afecto de la distancia y el regreso. Si bien su sensibilidad crítica y un cierto consevadurismo le hacen insoportables algunos aspectos de la modernización y el cosmopolitismo de Buenos Aires. El tango, por ejemplo, se ha vuelto para él un «lamento de cornudos". La diferencia con el tango de la "guardia vieja» es de tono moral: en el tango " de las confiterías decentes, hay una canallería trivial, un sabor de infamia que ni siquiera sospecharon los tangos de cuchillo y de lupanar»). Por todo ello y quizá también porque el mismo se incluye entre los «olvidados de Dios", Borges va a optar por el deicidio: con los signos de su fervor va a elaborar una nueva mitología argentina.
I
Comienza fundando un Buenos Aires arquetípico (no el de las calles de «rumba y ajetreo») después de engullir antropofágicamente el espíritu de la pampa y el arrabal que, como él dice, «se instalan en su pecho y pasan a ser su entraña». Ahora está listo para decir su «retacito de suburbio»: «Después vine yo (mientras yo viva no me faltará quien me alabe»). El epígrafe inicial extraído de una carta de respuesta de E.M. Ciorán, a propósito de Borges, forma parte ahora del último libro del escritor rumano Exercises d admiration (enero, 1986). En él ha trocado sorprendentemente la elegante, áspera y despiadada crítica a la que nos había acostumbrado, por algunos ejercicios de admiración. Y no es para menos: están Beckett, Saint-John Perse, Fitzgerald, Michaux, Guido Ceronetti, María Zambrano, Mircea Eliade, Joseph de Maistre, Valery, Caillois, Fondane, Weininger...y Borges.
Con amigable exageración, Ciorán dice haber notado que los representantes de la América Latina «son infinitamente más informados, más cultivados que los occidentales, incurablemente provincianos». Lo cual es cierto en el caso de Borges. Pero allí como aquí muy pocos pueden encarnar, como él, la que es y ha sido siempre divisa de Ciorán: «no enraizarse, no pertenecer a ninguna comunidad». Borges encarna también, para Cioran, «la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil». En su última aventura la literatura deja de ser la «inminencia de una revelación» y se hace revelación tout court: Los conjurados. El sobrio poeta, el circunspecto metafísico se hace profeta, gracias a una «valerosa y venturosa música griega» y a un singular sentimiento de simpatía: este se extiende del cálido recuerdo de su amigo Maurice Abramowicz, pasando por los más heterogéneos seres y elementos —incluido ese otro («áspero») judío que Borges no llega a ver, pero que según dice seguirá buscando hasta el último de sus días. Y termina en una planetaria conspiración de sensatez y tolerancia.
«Hombres de diferentes religiones, razas y lenguas han tomado la extraña resolución de ser razonables, olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades». Conspiración que aparece precisa en el espacio-tiempo o la historia: «En el centro de Europa están conspirando. El hecho data de 1291». Pero se instala desde el principio en esa eternidad, y en su imagen móvil: el tiempo mismo. La imagen misma genera su propia temporalidad. Los Conjurados fueron, son y serán: «Fueron Winkelreid, que se clava en el pecho las lanzas enemigas para que sus camaradas avancen. Son un cirujano, un pastor, o un procurador, pero también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee. En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y firme fe. Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias. Mañana serán todo el planeta. Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético».
La profecía no hace a Borges menos poeta; al contrario, lo hace poeta absolutamente. Pero la literatura, a través de los laberintos de cartón pintado del truco, ha encontrado el sentido en la nómade quietud de la metafísica: única justificación y finalidad de todos los temas, según Evaristo Carriego, su maestro. Sólo que con Borges la metafísica parece sobrepasarse a sí misma; tal vez por eso ahora el sentido pesa menos que el ambiente y la cadencia. Los conjurados: última estación de un itinerario sublime. El «aventurero inmóvil» no cesa de errar y cambiar, sutil y discretamente —derecho que, según Romaind Rolland, hay que reservarse hasta el último día. Siguen sorprendiendo las cosas que la insomne lucidez de éste magnífico anciano nos revela. Están todos los matices del atardecer y la música variada y armoniosa que canta aún a esas cosas «demasiado inconspicuas para el verso". Y aunque él se sienta tierra («cansada tierra») también hay fuego, Gran Política, y la sonrisa generosa del que ha encontrado la mer mélée au soleil —El mar pegado al sol, como Rimbaud— del que ha triunfado frente a la muerte.
Desde la Inscripción, antes del Prólogo, se produce el milagro de la comunicación directa sin intermediario: «De usted es este libro María Kodama», le dice a su borgiana compañera. Y si la dedicatoria es una misteriosa entrega de símbolos, como él dice, la relación con la secretaria de carne y hueso parece ser el signo de diferencia con las demasiado humanas abstracciones. Todos somos María Kodama, aunque el hombre no sea la corona de la creación. «¿Será preciso que le diga que la inscripción comprende los crepúsculos, los Ciervos de Nará, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?». Una lista muy suya de esas que hacían reír a Michel Foucault «no sin un malestar, difícil de vencer»: «hay un desorden peor que el de la asociación de lo inconveniente y la incongruencia; este desorden sería el qué hace centellear los fragmentos de un gran número, en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo heteróclito», (Las palabras y las cosas).
Probablemente inspirado en los bosques de Nara (Borges está en Kyoto), el primer poema del libro «Cristo en la Cruz», tiene el acento de una erudita noche de Getsemaní, de una teológica noche del alma. Pero aquí ya no estamos en el laberinto «el geométrico, el ajedrecístico laberinto». Aquí la angustia es más que una vibración intelectual, más que un juego metafísico; como la teología del crimen orillero o la antología del truco. Aquí ya no hay truco, ya no hay metafísica. El poeta, el teólogo, el compradito han soñado en el mismo cuerpo de un tipo cualquiera: «¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?».
En otro tiempo la teología de Borges pudo ser «el juego de un descreído, origen de una gran literatura» así lo creía, con razón, Ernesto Sábato. Sin embargo, también él se preguntó ya en ése entonces, en 1945, con inteligente malicia, si la admiración de Borges por León Bloy no era nostalgia de fuerza, nostalgia de fe. Y Sábato planteó estas cuestiones: «le faltó una fe a Borges? ¿No estarán condenados a algún infierno los que descreen? ¿No será Borges ese infierno?». Pero Borges carece de las agónicas dudas de un Unamuno o un Pascal, de los temblorosos temores de Kierkegaard o la nihilina rusa de los personajes dostoievskianos. ¿Se puede hacer de su escepticismo una convicción? ¿Borges es un escritor de convicciones? ¿Cómo construir una dogmática en su nombre ?. En nombre de quien hasta hoy sigue cambiando sin empacho sus creencias más íntimas. Así, la del valor de su vida de literato frente a la de sus ancestros: ahora declara que la suya le parece más rica, mientras que ellos no hicieron más que actuar.
Tal vez por eso en la elegía, a su amigo Abramowicz, a pesar de la duda o gracias a ella, con el talismán de la veneración, la revelación alcanza un máximo de inminencia: «las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: je suis tres fatigué J'ai cuatre mille ans. Esto ocurrió en la tierra; vano es conjeturar la edad que tendrás en el cielo... no sé si todavía eres alguien, no sé si estás oyéndome". Inmediatamente después de la Elegía, viene Abramowicz –tal vez el corazón del libro. ¿Un nuevo más allá?, ¿Una nueva mentira santa? ¿Un nuevo Manú? Sólo sé que, acompañado de María Kodama e Isabelle Monet, Borges encuentra a su amigo Maurice, y poseído por cierto fervor judío, se hace profeta: «Esta noche, no lejos de la cumbre de la Colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música Griega nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el alma perdura mientras su cuerpo es caos. Esto quiere decir que María Kodama, Isabelle Monet y yo no somos tres como ilusoriamente creíamos. Somos cuatro, ya que tú también estabas con nosotros, Maurice. Con vino rojo hemos brindado a tu salud. No hacía falta el roce de tu mano ni tu memoria. Estabas ahí, silencioso y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y maravillaba ese hecho tan notorio que nadie puede morir... Cómo puede morir una mujer, un hombre, un niño que han sido tantas primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros y tantas mañanas y noches...Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sé que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta».
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