Hugo Neira
El smartphone y el fin de la introspección
Bueno para la información, no para el conocimiento
Cuando Nietzsche supone la muerte de Dios, casi acierta. Lo que se nos está muriendo en este tiempo oscuro, al retroceder el humanismo, es el alma. El filósofo alemán había redescubierto a Schopenhauer y la música de Wagner, amaba subir a las montañas, pero llevaba consigo una enfermedad que lo precipitaba a la tragedia y a la muerte. Hoy admiramos su desprecio a la moral de la manada y su independencia ante su siglo. De alguna manera es nuestro coetáneo. Es sincrónico a nuestro tiempo, puesto que el humanismo, cuyas debilidades señaló, está más cerca que nunca de su extinción cultural. Este siglo tiene dos grandes abismos: una guerra nuclear y, si no es eso, la deseducación que finge ser un sistema de enseñanza. Estamos convencidos de que la técnica nos va a dar la respuesta a los dilemas del hombre y la sociedad contemporánea. Entre tanto, la no educación embrutece a pueblos enteros. Entre ellos, el nuestro.
Lo que noto, mirando las costumbres peruanas, es que nos hemos olvidado de la importancia de la escritura. Leer o escribir nos parece un acto natural, como bostezar. ¿Para qué enseñarlo? Quienes así piensan —entre ellos docentes y ministros de Educación— se equivocan garrafalmente. «La capacidad de lectura no es innata y ha requerido un reciclaje neuronal», sostienen los científicos. Ojo, no es innata, se aprende. En la escuela o nunca. Hoy se puede observar cómo funciona el cerebro. Ha nacido una problemática que ocupa a varias ciencias, la cognitividad. Hay partes del cerebro que solo se encienden cuando se lee y cuando se escribe. La imagen no nos hace humanos, los animales también ven, y mejor que nosotros. Pero no escriben.
Si escribir es lo humano, ¿por qué lo hemos abandonado? No hablo por gusto, ha dejado de ser una disciplina curricular en las escuelas públicas del Perú y me temo que también en las privadas. Cursos de gramática ya no existen. ¿No vale la pena su enseñanza porque hablamos castellano? ¿Cree el amable lector que alemanes, franceses e ingleses no estudian su gramática? Tampoco hay cursos de lógica, como si no nos faltara. ¡Defenestrar a un comentarista que se llama Carlos Meléndez! Cómo se nota que vivimos en una democracia en la que se respeta el derecho a la libre expresión. Volviendo a la escritura, paso por la vergüenza —la vergüenza ajena— de tener que explicar por qué es decisiva. Siempre y cuando queramos seguir siendo seres humanos.
Desde los primeros pasos de nuestra especie, después de las hachas de mano, por milenios, y tras el gran salto de pasar de la caza a la agricultura, se logra la escritura. Con ella se fijan los conocimientos. Es una victoria ante la muerte. Lo escrito permanece. Sin embargo, fue un largo proceso: pictogramas en el arte rupestre, jeroglíficos de sumerios, letras de fenicios, papiros, pergaminos, rollos. La opinión reflexionada tuvo diversa forma hasta llegar al libro actual. Y la cultura digital no hace sino extenderlo (Amazon).
Para el arqueólog Rudgley, hay civilización cuando hay escritura, ciudades, religión y ocupaciones especializadas. Ahora bien, desde que aparece el individualismo en los antiguos griegos, y el pensamiento hasta nuestros días, existe la escritura. Isaiah Berlin, pensador contemporáneo, la define como «una actividad individual y solitaria, en que nos libramos de las tendencias masivas de los dominadores y entonces podemos ser dueños de nosotros mismos». Pero lo dice antes que aparezcan las redes. Entonces, si Berlin tiene razón, tenemos un problema en el Perú. La escritura «una actividad solitaria», precisa de introspección, estar solo consigo mismo al menos un rato en cada jornada. ¿Eso hacemos? Yo los veo más bien abriendo desesperadamente su smartphone.
Introspección no es mirar para afuera, sino para adentro. No lo que dicen los otros sino tu self, tu consciencia. Era corriente una persona que meditaba en silencio durante un viaje, o acaso luego de leer un libro o un diario, un signo de preocupación o un recuerdo. Una persona en la banca de un parque público. Lo practicaban en la plegaria. Algunos que hoy hacen yoga. Hablando del acto de escribir —algo entiendo de ese oficio—, para redactar nos ocurre consultar libros, hablar con amigos, pinchar Google en Internet, pero tarde o temprano, eres el que escribe. Precede la escritura una idea previa o un plan en los eruditos. Pero hoy veo la muerte de la introspección. No la podemos tener porque nos interrumpen el WhatsApp y el smartphone todo el tiempo. Está bien culantro, pero no tanto.
Con el smartphone estamos ante «un pensamiento compartido». En la historia intelectual de Occidente no es novedad. No es avance sino retroceso. Se está resucitando el Código de Justiniano, el Corpus Iuris Civilis, que se estableció en el siglo IX, llegando a un acuerdo: Kepler y los astrónomos que sostenían que el sol era el centro del sistema planetario, estaban en el error. Durante siglos, gracias al pensamiento compartido, «la tierra fue plana». Lo que desaparece con el fin de la introspección es lo que ha costado siglos, «el individuo que piensa por su cuenta» (Kant, Descartes, Locke). Además, el smarstphone aprovecha un punto débil del ser humano, el temor a estar solo. ¿La búsqueda de la «ayuda mutua» de Spinoza? En fin, bueno para la información, no para el conocimiento. Les guste o no, para eso están los libros.
Se ha muerto en estos días, Gonzalo Portocarrero. Me pareció bien la página entera que le dedica el diario El Comercio. Qué lástima, no lo hicieron cuando estaba vivo, en este país han desaparecido las reseñas de libros. Una generación de humanistas se ha ido, Carlos Franco, Fernando Fuenzalida, Arturo Corcuera, Toño Cisneros, Rodolfo Hinostroza. Leímos y nos gustaba encontrarnos para hablar hasta por los codos. Amar a los libros no nos impedía el vivir vital, físico, erótico, imaginario. Si no hay introspección dejaremos de tener poetas y pensadores. Volveremos a la manada.