Ángel Delgado Silva
El desplazamiento de la política por la juridicidad
Para poner a los partidos ampliamente votados fuera de la ley
Cuando nos referimos a este fenómeno no estamos aludiendo a la filosofía derivada del paradigma del Estado de Derecho, como podría suponerse. Por el contrario, creemos que esta noción —gestada durante la formación del derecho público alemán, en el siglo XIX— es una de las grandes conquistas de la humanidad, pues implica de plano someter al poder político a las reglas del derecho. Se ha buscado erradicar la arbitrariedad eventualmente ocasionada por los operadores de la maquinaria estatal.
Como se puede advertir, se trata de proteger la esfera de actividad de las personas frente a la actuación de la autoridad, incluso aquella dotada de legitimidad democrática. Estamos ante la misma lógica que ha reconocido —luego de un dilatado periplo de abusos del poder de turno— que los individuos, por el mero hecho de serlo, gozan de derechos fundamentales que no pueden ser hollados por el poder público. Y que en nuestra época, luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y los totalitarismos, ha construido la idea del Estado Constitucional de Derecho con idéntico propósito tuitivo. Por lo tanto, ya no será la ley que los Congresos aprueban la única herramienta jurídica de protección ciudadana, sino que se incorpora ahora el aporte de la propia Constitución Política. Impregnada de principios y valores positivados, además de reglas, con fuerza vinculante como cualquier norma jurídica.
En consecuencia, la política estatal ya no estará controlada por la legislación solamente, sino de modo principal por los preceptos axiológicos de este nuevo constitucionalismo, materializados en la primacía e irrestricto respeto a los derechos humanos. Por encima de cualquier otra consideración política. Ahora bien, siendo correcto limitar el ejercicio de la política en salvaguarda de los derechos ciudadanos, no podemos decir lo mismo de la novísima tendencia a despolitizar la gestión pública, reduciéndola a administración y tecnocracia. Ello desconoce que lo político es un campo de interacción social donde diferentes actores concurren y se organizan disputando el poder, para que prevalezcan sus intereses y concepciones.
Ciertamente hemos aprendido, dolorosamente, que la guerra no debe seguir a la política, cuando de dirimencia se trate. Y, sin duda, la vigente propensión a alcanzar acuerdos políticos es una práctica sana que permite avanzar sin traumas. Pero de ahí a pretender que concertando eliminamos las raíces conflictuales del horizonte político es ingenuo y peligroso. Lo primero porque el escenario político es radicalmente antagónico y, por lo tanto, los consensos siempre serán incompletos y transitorios. Y lo segundo, porque la creencia de que los acuerdos políticos anulan la naturaleza confrontacional de la política, esconde dos consecuencias nefastas: a) que la cosa pública, la república, puede ser administrada tecnocráticamente sin necesidad de la política, que habría quedado superada por el consenso universal y definitivo; y b) que en una comunidad unificada al cien por ciento las contradicciones ya no serán de estipe política, sino moralizantes, religiosas o ideológicas de cualquier signo.
Esta concepción contradice a la democracia, pues excluye al demos de la gestión estatal, en beneficio de burocracias y expertos. Pero fundamentalmente porque el pluralismo democrático resulta abolido por ese consenso omnipotente y totalizador. Esta sociedad idealizada ya no es capaz de procesar políticamente las oposiciones, antes legítimas. Las diferencias con el modelo ya no serán toleradas al ser conceptuadas como irracionales, extrañas y mal absoluto. Solo cabe ponerlas fuera de la ley y aplicarles el derecho penal del enemigo.
Poco a poco este nuevo pensamiento único viene ganando presencia en la agenda nacional. En lo electoral pretende el perfeccionismo de los actores políticos, interviniendo en sus asuntos internos, sustrayendo la voluntad de los votantes por decisiones de la autoridad. Esa misma actitud les hace imponer sus patrones morales, sin tener en cuenta la renuencia de las mayorías. En la acción penal la calificación a partidos políticos ampliamente votados, con muchos representantes elegidos y fuertes tradiciones, como “organizaciones ilícitas para delinquir”, demuestra no comprender nada del acontecer político y sí un desprecio mayúsculo por nuestra forma republicana de gobierno, en la que los partidos son las columnas principales. Y finalmente, insiste en negar el contenido político del indulto presidencial para reducirlo a un intonso trámite legal.
Ángel Delgado Silva
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