Hugo Neira
Después del Mundial
Volver los ojos a una sociedad peruana que se está deshaciendo
He seguido los partidos de fútbol del Mundial de Rusia 2018 como cualquier vecino. Y esta mañana de domingo que precede a esta crónica, como tantísimos e incontables espectadores de ese partido final —gracias a la tecnología actual—, he visto cómo el equipo francés pudo vencer a ese no menos extraordinario equipo de Croacia. Como comentaba uno de los periodistas, rara vez un partido final ha tenido seis goles, como sabemos, cuatro para los franceses y dos de los croatas. Según ellos, los que profesionalmente conocen la historia de los Mundiales, dicen que nunca hubo tantos goles al finalizar un Mundial como en el de Rusia.
Por lo demás, me parece, digo yo y con la mayor humildad, que ha sido un campeonato de lo más intenso y exigente. Los grandes del fútbol —muchos de ellos voceados como candidatos a la victoria final— fueron desapareciendo. Fue el caso de Alemania, Brasil, Rusia y España. Messi no pudo salvar a la Argentina. Ni Ronaldo a Portugal. Sorprendió la calidad de México y de Uruguay, sin duda alguna, y la del equipo peruano, sin duda el mejor que hemos tenidos en los últimos decenios.
Una idea me viene a la cabeza. Hay una suerte de homogeneización de los deportistas, al menos en este deporte que es el más popular del planeta. Cada vez hay más futbolistas fornidos y a la vez veloces. En el ayer, recuerdo las formaciones clásicas: dos zagueros, tres mediocampistas, cinco delanteros. El fútbol ya no funciona de esa manera. Suben y bajan los noventa minutos. Hay un progreso que no es solo de tácticas, sino algo fisiológico. De salud y energía.
No envidio a los que fueron a Rusia. Me refiero a los espectadores y las barras (que hicieron bien en ir). En realidad todos hemos estado en Rusia durante estas últimas cuatro semanas. No por algo los antiguos griegos no solo inventaron la filosofía, las matemáticas, la polis —que era no solo una ciudad, sino una comunidad humana que elegía sus autoridades— y, entre guerra y guerra, inventaron los grandes juegos, las olimpiadas. Es decir, treguas a sus interminables guerras entre ciudades griegas o dedicadas a contener al poderoso Imperio de los persas, más numeroso que ellos.
Es en Inglaterra donde se inventa el fútbol. Si tomamos en serio a los que han historiado su origen, parece que en la Edad Media. Se enfrentaban aldeas contra aldeas, no con luchas o torneos, como los nobles, sino reemplazando el cuerpo del rival con una bola de cuero. En sus inicios, en las islas británicas, fue violento. Hubo otro fútbol, en Florencia, el calcio, así lo llamaron. Pero el fútbol que conocemos existe desde 1848, cuando estudiantes de la universidad de Cambridge le impusieron un reglamento. Una de las reglas, el rol del árbitro. Como el amable lector podrá entender, la potestad del árbitro. O sea, las atribuciones que tiene el Rey en la vida política de ese reino con Corona y Parlamento.
Todo esto para decir que el balón de fútbol es una de esas invenciones del homo sapiens, de lo más atinada. Es un combate, pero no de gladiadores. El balón de fútbol es una sublimación del instinto de la guerra y la violencia. No es necesaria la aniquilación del rival. En el mismo sentido, el básquetbol, el tenis y las competencias entre deportistas en general. Y toda la ética que se alimenta de esa praxis. El fair play. El saludo al rival antes y después. La aceptación de la derrota. Es por eso que en diversos países civilizados, la formación de niños y adolescentes en esa categoría que llamamos lo humano, consiste en competir sin matarse. Reducir la rivalidad innata en un juego es un salto del ser humano tan grande como la primera vez que alguno de nuestros ancestros fabricó su primera herramienta.
Pero el Mundial ya fue. Y ahora, va a ser bastante difícil el aterrizaje en lo real. Nos despertamos en «la capital de los proyectos paralizados» (El Comercio, 14.07.18). De feminicidios como el que se acaba de hallar en San Miguel. De choferes que usan un carril exclusivo del Metropolitano, su atajo caprichoso. De colectiveros que «atacan en Ancón a policías, inspectores y a fiscal» (13.07.18). De cómo los agentes de la Policía Nacional desarticulan en Ucayali a una banda de minería ilegal. Y la multitud que acompañó a Juanita Mendoza al cementerio en Cajamarca. Y la información sobre el subdirector de colegio que acosaba a una alumna de 15 años en San Juan de Lurigancho. Y la droga del VRAEM llega a departamentos de un edificio residencial en San Isidro. La coca iba para Chile, vía El Callao.
«La violencia contra la mujer cobra una nueva víctima en Amazonas». La policía arresta a Benito Chávez, de 40 años, en la provincia de Luya. Confiesa que mató a cuchilladas, a su expareja y madre de sus tres hijos. Y luego, la desmembró para enterrarla en dos fosas. «Cada caso es más atroz que el anterior» (EC, 08.07.18). Son 17 las mujeres atacadas con fuego desde el 2017. En total, unas 134 tentativas de feminicidios, en lo que va del año. Entre tanto, la minería ilegal continúa arrasando los bosques. Muchachas venezolanas y colombianas son obligadas a la prostitución.
¿Debo sumar los audios entre jueces supremos y asesores? En «el entramado de la corrupción judicial», como lo titula Fernando Rospigliosi. La sociedad peruana se está deshaciendo desde arriba, al medio y abajo. Por eso, no coincido con lo que dice Carlos Contreras. «El país más costeño, más urbano y más maduro». La calificación de costeño es cierta, lo dice el INEI. Lo de urbano, también. A un 70%. Pero ¿maduro? Dios mío, el optimismo que nos pierde. Ante el ciudadano que nos lee, debemos de ser francos y honestos como son los médicos. Nos están pasando cosas tremendas.