Manuel Gago

Cuentos para Navidad

¿Frustrado por no tener el regalo ansiado?

Cuentos para Navidad
Manuel Gago
24 de diciembre del 2018

 

Volví a Perú en noviembre de 1988, cuando muchos jóvenes de mi generación huían despavoridos del país por los coches bombas, paros armados e inflación económica que se tragaba todos los presupuestos familiares. Venía orondo de Madrid, con un título de universidad pija que acá no servía para nada. Inmediatamente después de instalado, comencé a repartir, como si fueran volantes, mi currículum escrito a máquina dentro de un sobre manila. Mientras eso, en las tardes trabajé como taxista.

A mi primera pasajera la encontré en una esquina, con sus bultos que acomodé en mi pequeño escarabajo. Luego vino “a la izquierda, a la derecha, siga de frente, en la puerta de rejas” que me iba indicando. Después, mientras descargábamos las compras navideñas, toque la puerta indicada para apresurar el servicio.

–Hola, Manuel. Qué sorpresa, ¿cuándo volviste? —me dijo Óscar, después de abrir la puerta.

–Hola, Óscar, ¡qué tal!—le respondí a mi amigo de universidad y de trabajo.

–Pasa, el chocolate lo preparo en un instante —acotó la esposa, mi primera pasajera, invitándome a un lonche navideño.

Otra noche, un joven me preguntó por el precio de una “carrerita” y, al instante, cuánto más por otras. Al rato estuve repartiendo, a nombre de no sé quién, canastas navideñas por medio Lima, hasta que llegamos a no recuerdo dónde. Esperaba en el auto con la última canasta y el joven repartidor demoraba en volver. Al rato llegó bastante magullado y asustado. Lo habían asaltado para llevarse el pavo, los licores y las golosinas que contenían la canasta. Lo llevé a su casa y, antes de despedirse, metió la mano a su bolsillo para pagarme las carreras, dinero que guardé sin verificar cuánto. Al día siguiente, la ganancia del día anterior sumaba muchísimo más de lo que debía haber sido. Sobre el pasajero anónimo nunca supe cómo encontrarlo para devolverle el exceso que pagó por las carreras realizadas días antes de la Navidad.

Otra tarde, conversando con el pasajero sobre esto y lo otro y, entre lo que él decía y yo decía, descubrió que era un recién llegado después de mi año sabático. Y yo descubrí del elocuente pasajero que algo hacía en algún servicio secreto de la policía o de las Fuerzas Armadas. Llegando a la dirección indicada previamente, insistió en que lo acompañara a la bodega de la esquina para unas “previas” navideñas. ¡Raro en un país repleto de gentes desconfiadas y aturdidas! Con una cerveza en lugar de champagne adulterado, hablamos como si fuéramos grandes amigos. Al despedirse me entregó su tarjeta de presentación: un oficial probablemente hastiado de los tiros de gracia en la sien y los juicios populares organizados por todos lados por los “cumpas” (terroristas).

Otro día, a punto de finalizar otra jornada de medio tiempo, una mano negra me señala y me detengo. De pronto veo que la parte posterior de mi Volkswagen se cubrió con periódicos pasados. El codo derecho del pasajero cerró la puerta y nuevamente por aquí y por allá, indicándome hasta llegar a un auto que lucía desmantelado en la vía pública. “La carrera no es cinco, sino veinte”, me dijo el también taxista después de pagarme los veinte con su mano sucia de grasa y antes de bajar el cigüeñal, el árbol de levas, los pistones, el block, la culata y otras partes de un motor que estaba siendo reparado en la calle de no sé dónde. El pasajero recogió con especial cuidado los periódicos que protegieron el asiento posterior de mi auto y me deseó una feliz Navidad con especial afecto.

¿Frustrado porque en su niñez no le regalaron el juguete que había deseado? ¿Traumado porque uno o más miembros de su familia no completan la familia el día de navidad? ¿Se sigue lamentando después de años?

Mientras los afanes navideños de diciembre de 1988 ocupaban a los limeños, una columna del sanguinario Sendero Luminoso asaltó la granja comunal del poblado Buenos Aires del distrito de Vilca (Huancavelica). Los pobladores fueron acusados por los terroristas de colaborar con el ejército, y por ese pretexto fueron golpeados y torturados sin misericordia. Cuatro navidades después, Lima, la capital peruana, recién se entera sobre el terrorismo senderista cuando explota un coche bomba en Tarata. ¿De qué no se entera ahora?

¡Feliz Navidad!

 

Manuel Gago
24 de diciembre del 2018

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