Neptalí Carpio
¿Cómo disolver las islas de privilegio en el Estado?
Los poderes del Estado cohabitan ocultando mutuamente sus privilegios
El temor que tienen diversos sectores del país a la convocatoria a una Asamblea Constituyente cuenta con justificadas razones. Pero esos sectores no terminan de responder a la interrogante sobre cómo resolver los problemas estructurales del Estado, los que ningún poder constituido (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) puede resolver por sí mismo. Uno de ellos, es la creación de diversas islas de privilegio en las que radica gran parte del desprestigio del Estado, el crecimiento de diversas brechas sociales y el desperdicio de recursos. Problemas que explican el ascenso de una fuerza disruptiva como la que lideró Pedro Castillo.
La cuestión estructural no resuelta radica en que, bajo el principio del equilibrio de poderes, en cada poder constituido se han formado durante los últimos 30 años islas de privilegio que separan al Estado de la sociedad, generando sistemas salariales donde se superponen diversas modalidades de contratación o designación y donde se reproduce una burocracia dorada, que ningún gobierno, se atreve a cambiar. La primera isla de esos privilegios es el propio parlamento nacional, que en teoría debería ser el poder fiscalizador que evite el crecimiento de una burocracia estatal disfuncional, donde conviven 40 regímenes laborales. En la actividad pública, entre regímenes laborales generales y especiales existen 15 (fiscales, diplomáticos, gerentes públicos, militares y policías, CAS y otros). En tanto, para la actividad privada son 24 los regímenes laborales especiales (personal de confianza, agrarios, exportación no tradicional, practicantes, microempresa, entre otros).
El Congreso es el único poder del Estado que tiene el poder discrecional de suspender su estatuto de funcionamiento, para contratar personal a discreción, algo que no tiene ningún otro poder del Estado. Se produce entonces un comportamiento esquizofrénico donde los parlamentarios pueden pregonar la justicia social y aprobar leyes para beneficio de diversos sectores, pero nadie puede cuestionar que ellos mismos tengan acceso exclusivo a un seguro privado, incluido los asesores y trabajadores. Los parlamentarios, son los únicos en el estado que pueden subirse el sueldo, cuando quieren y cuanto quieran, sin que nadie les ponga límites, salvo la crítica de la opinión pública y los medios de comunicación.
Surge entonces aquí una pregunta central, ¿Quién reforma al Poder Legislativo, cuando durante las últimas décadas se ha demostrado que otorongos no pueden reformar a otros otorongos? Es cierto, que se han aprobado varios cambios importantes como la eliminación de la inmunidad parlamentaria; pero otras reformas, como la eliminación de la reelección congresal son evidentemente negativas, como lo es también, el caso del veto a la reelección de alcaldes y gobernadores regionales. Ello evidencia una falta de tratamiento reformista sistémico, para evitar bandazos de un extremo al otro. Tiene entonces asidero el que sea el poder constituyente –es decir, un poder ajeno al parlamento– el que se encargue de una reforma integral del poder legislativo, empezando por abordar reflexivamente el regreso al régimen bicameral. Precisamente los últimos 20 años han demostrado que cuando el parlamento quiere abordar una reforma política integral y, dentro de ella, el tránsito a un régimen de dos cámaras, termina haciéndolo en función de sus propios intereses, cuestión que no ocurriría en una Asamblea Constituyente.
Es importante tener en cuenta que, en otras constituciones de la región, como ocurre en Uruguay, Costa Rica y Colombia, es el poder constituyente el que ha puesto límites a esta potestad discrecional de sus parlamentos, estableciendo parámetros claros que bloquean toda posibilidad de que sus parlamentos se conviertan en islas de privilegios, por encima de los otros poderes del Estado. En cambio, en el Perú, el Capítulo IV, “De la Función Pública”, es uno de los menos desarrollados en nuestra carta magna, convirtiéndose por su laxitud y generalidad en un agujero legal para que el Congreso haga lo que le dé la gana. Una de las resistencias más fuertes de las diferentes representaciones, desde que se aprobó la Constitución de 1993, es ordenar el sistema salarial en el Estado, empezando por sus propios fueros.
La constitución de Costa Rica tiene un artículo emblemático en su Carta Magna, que pinta de cuerpo entero porque es una de las democracias más avanzadas y más probas del continente. Dice en su artículo 122 lo siguiente: “Es prohibido a la asamblea (Congreso) dar voto de aplausos respecto de actos oficiales, así como reconocer a cargo del tesoro público obligaciones que no hayan sido previamente declaradas por el Poder Judicial, o aceptadas por el Poder Ejecutivo, o conceder becas, pensiones, jubilaciones o gratificaciones”. ¡Cuánta diferencia con la tradición sultanista del Perú, como diría Jorge Basadre! A diferencia del Congreso peruano que modifica cuando quiere su reglamento interno, por mayoría simple, el parlamento de Costa Rica solo lo puede hacer por una votación calificada de dos tercios, ya que así lo manda su Carta Magna.
Pero, el problema no es solo del Poder Legislativo, sino también del propio Poder Ejecutivo y Judicial. ¿Cómo se explica que, en el Perú, los titulares más altos de la Contraloría o de entidades como el BCR, Prompex, Cenfotur, entre otras entidades, lleguen en los casos más extremos a ganar el doble o triple que el propio presidente de la república y que según el artículo 39 de la Constitución, “tienen la jerarquía más en el servicio a la Nación? Por otro lado, en los diferentes ministerios y entidades desconcentradas (las llamadas OPD) se hayan institucionalizado mecanismos de evasión de la ley sobre transparencia fiscal para que vía organismos internacionales como la UNOPS y otras entidades se paguen honorarios millonarios por la vía de las consultorías.
Hemos llegado entonces a una situación donde ningún poder del Estado puede ser consecuente en controlar a otro, porque cada uno tiene rabo de paja. Los poderes cohabitan ocultando mutuamente sus privilegios, desordenando la función pública y creando los factores de desprestigio frente a la sociedad. La imprescindible necesidad de tener una meritocracia y altos funcionarios bien pagados, que puedan competir con el sector privado, ha sido pues mal entendida, como si cada poder del Estado pueda hacer lo que le dé la gana a discreción de cada poder.
¿Quién le pone el cascabel al gato en un sistema político donde se han perpetuado estos privilegios por varias décadas? Creo que solo lo puede hacer el poder soberano, expresado en una Asamblea Constituyente. Uno de esos cambios es un desarrollo amplio y riguroso del capítulo referido a la función pública. Curiosamente, quienes se oponen a una Asamblea Constituyente pero, por otro lado, nos hablan de un “Estado fallido”, no nos han dicho cómo refundarlo o reformarlo, salvo que solo lo hayan dicho por mera pose electoral.
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