Manuel Gago
Coche bomba
Los Andes peruanos hace 25 años
—Sus documentos —dijo uno apuntando con pistola.
—Manos arriba —dijo otro apuntando con fusil, cuando intenté identificarme.
En 1988 volví de España en vuelo charter casi vacío de Aeroflot. Por entonces, los jóvenes huían de un Perú sin futuro y casi quebrado, sin oportunidades laborales y con remuneraciones abusivas. “Qué idiota, a qué volviste”, me decían muchos. Hacía taxi mientras repartía copias de mi currículum como si fueran volantes. Mis pasajeros se quedaban de una pieza al contarles sobre Narvik, Lubeck y Roncesvalles. Después de colas y entrevistas infames, me contrataron en A. y F. Wiese, la extinta y longeva compañía proveedora de materiales industriales. Como ingeniero mecánico visitaba centros mineros, casi todos en la sierra; desde Hualgayoc hasta Tintaya, pasando por Centromin Perú y otros.
Viajaba de madrugada y, a las cinco de la tarde, debía estar a buen recaudo. Cuántas veces vi banderas con la hoz y el martillo, yendo a Cerro de Pasco, y tropas armadas en quebradas. Cuántas otras me quedé varado en la tranquera del poblado porque nadie entraba ni salía por ser tarde o temprano, o porque necesitaba salvoconducto, o porque un atentado terrorista paralizó la mina. Cuántas veces no encontré vehículos de ida ni de vuelta porque había paro armado, y yo ni enterado. Cuántos niños habré visto caminando por la carretera hacia sus colegios. “No vuelvas a recogerlos“, me dijo un abogado pegado a la letra.
La serranía era una cadena de parajes inhóspitos, de gente desconfiada y toda clase de escaseces y abandonos. Antes de las cinco de la tarde debía ir corriendo a Entel (la empresa de teléfonos) para avisar que todo está bien, aunque no fuera así. A esa hora la policía era la primera en guarecerse, dejando a su merced a los poblados y carreteras deterioradas, sin señalización y con peajes.
Estuve en Caylloma el día en que Abimael Guzmán fue presentado en traje a rayas y enrejado; furibundo, señalando con el índice su sien. Los trabajadores de la mina dejaron sus labores para ver por televisión al causante de tantas muertes y destrozos materiales. Ese rato lloré.
25 años pasaron rapidito, y rapidito también la memoria se fue desvaneciendo. No han servido de mucho. Ni escarmiento ni pesar por los inocentes muertos, por los secuestrados y extorsionados, por los asesinatos selectivos ni por los que fueron sometidos a endemoniadas torturas y juicios populares ganados por el odio y la venganza.
En La Oroya, una tarde de paro armado, estacioné mi auto frente a la comisaría sin letrero, sin patrulleros y sin policías uniformados. Me detuve para cerciorarme del lugar y nadie se acercó, nadie dijo nada. Cuando volví no había una sola alma en la esquina que quince minutos antes ardía de gente, vehículos y mercancías yendo y viniendo. En el silencio una voz autoritaria grita ¡coche bomba! Volteo y más de una docena de personas me apuntaba con sus armas. Cuando la calma se impuso, los policías vestidos de civil revisaron el auto buscando dinamita o anfo, y solo hallaron herramientas y brochures.
—Queda detenido —dijo el que parecía oficial.
—¿Por qué? — reclamé.
—Por estacionarse frente a la comisaría –explicó.
—Póngame la papeleta —repliqué. Y un diálogo de sordos se inició hasta que llegó el que parecía ser el comisario.
Resulta que mientras iba y venía de un hotel a otro, los policías se percatan de un auto desconocido frente a la comisaría. Uno va al hotel cercano y después de preguntar al cuartelero y en cada habitación sale corriendo y tropezándose grita como loco “¡coche bomba, coche bomba!”. Al instante todos huyen, sin esperar la explosión, hasta que llegué para recoger mi herramienta de trabajo.
Sendero Luminoso está vivo y cada vez más fuerte. Hablar de la banda criminal no es meterle miedo a la gente; por el contrario, advertirle que podría volver a sus andanzas violentistas. Simple: la huelga de los profesores ha servido para medir sus fuerzas.
Manuel Gago
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