Hugo Neira
China, desde los sinólogos europeos y norteamericanos
Un país con pragmáticas estrategias de desarrollo
De China sabemos que su población total —en mediciones del 2017— llega a 1,408 millones de seres humanos, que su PBI llega a US$ 10'354 billones, no muy lejos de los Estados Unidos (US$ 17'419 billones), y que su dinámica interna, con un crecimiento de 6,9% durante los últimos veinticinco años, es inexorablemente la estrella de la economía mundial, que desplazará tarde o temprano a USA. Aunque últimamente el FMI ha notado una deceleración en la creciente economía china, y desde el 2016 el crecimiento pasó de un 6,9% a 6,5%. Y entonces, el mundo tembló. El lector no necesita ser un economista de talento para entender hasta qué punto, en la economía mundial, cuenta el gigante chino. Cuatro céntimos menos y las exportaciones a China disminuyen. Y en ese baile estamos nosotros también.
Estando en París, lo primero que hice es ir a librerías e instituciones que estudian el mundo chino para adquirir los libros que no llegarán jamás a Lima. No se entiende a China cabalmente. La gente que trabaja en el FMI mide con el mismo rasero a todos los países, y por lo general aciertan. Pero hay algunas sociedades actuales, con singularidades que no son compatibles con los algoritmos de la economía de mercado. Por ejemplo, la Rusia de Putin, la China de Xi Jinping y, un tanto, la Turquía de Erdogan. Su pueblo quiere que mande, y hace poco anticipó las elecciones presidenciales y legislativas para seguir gobernando dictatorialmente. Y el pueblo turco votó por Erdogan. Está en el poder desde el 2003. Ni los mexicanos del PRI ni Perón en sus mejores momentos. Lo que estoy diciendo es que la dicotomía democracia/dictadura toma formas híbridas en estos tiempos nuestros, tan esquivos e incomprensibles a los que todo lo ven negro o blanco.
China, Rusia y Turquía no son solo espacios poblados sometidos a las matemáticas del FMI. Son civilizaciones. Es decir, potentes singularidades. A la China post maoísmo se la entiende como un nuevo capitalismo de Estado, hasta ahí llega el logos occidental. Se detienen en que hay un sector privado muy dinámico, pero a la vez cuidadosamente minoritario. Hay, en efecto, una China liberal, fei gongbu, es decir, no público. Un eufemismo. Hay empresas privatizadas libres por completo del control de las autoridades, con las mismas reglas de sus pares occidentales, costo y beneficio, que se administran por su cuenta. Y van desde empresas privadas, desde talleres aldeanos a empresas de alta tecnología. Entonces, ¡marchan hacia el capitalismo! De ninguna manera. Los datos que nos proporcionan los que realmente conocen la China actual es que ese sector, que apareció en 1997, nunca ha sobrepasado un 20% de la producción industrial (Nicholas Lardy, Sustaining China’s Economic Growth after the Global Financial Crisis, Washington DC, 2012).
La temática china es conocida si se acude a los que la estudian sin prejuicios. Si se quiere saber cómo funciona el partido comunista chino, hay que leer a McGregor, Richard. También a chinos intelectuales que son publicados en Occidente, como Xiang, Lanxin. Y a europeos al tanto de las reformas lanzadas desde 1980, y que no tienen la inocencia de creer que China se orienta a la democratización —a la occidental— cuando todo indica un rumbo distinto. «La élite que gobierna China después de Mao no se orienta a crear un sistema capitalista, sino que utilizan las potencialidades del mercado para desarrollar la riqueza de China y de los chinos, reforzando la potencia de esa civilización mediante la preservación del monopolio del poder» (Marie-Claire Bergère, 2013). «La legitimidad de los gobernantes actuales no se funda en una ideología sino en el crecimiento y la exaltación nacionalista». Qué claro, ¿no? ¿Y cómo gobiernan? «Por una combinación de un sistema —dice la especialista— autoritario y dúctil». Cuidado, no es para tomarlo a la ligera. ¡Llevan tres decenios de reformas!
El partido domina, pero no es Ortega el nicaragüense. Rompen con la economía planificada, pero no del todo. Se fijan en que las provincias costeñas son más dadas a las reformas, y entonces las apoyan en modernizaciones. El poder es centralista, pero hasta cierto punto. A veces invierten millones de yuanes, pero no siempre. En la industria, China se ha vuelto «el taller del planeta». Claro está, una combinación de mano de obra barata y el más avanzado sistema tecnológico, pero se olvidan de decir lo decisivo: no hay un modelo único. Las estrategias de desarrollo son pragmáticas.
En Civilizaciones comparadas (2015) entendí que la vida china y su historia política eran más bien una serie de convulsiones y una sucesión de dinastías, y al cambiar de una a otra, largos periodos de paz y prosperidad. De los Reinos Combatientes, tres siglos antes de la era cristiana, ¡ya tenían Estado! Y los Qin, los Han, los Tang, los Ming. De alguna manera, Mao funda una dinastía, el partido, con 85 millones de miembros. Una élite atrevida y prudente a la vez. Tienen un sentido común que nos falta. A nosotros nos pierde la vanidad de la verdad única. ¿Cuándo dejaremos de ser dogmáticos? La revolución que necesitamos es cultural. Abierta, realista, flexible y a la vez de principios. Hay que mirar a la India, a China, al Japón. Asimilaron a Occidente, para competir. Mariátegui lo dijo, hace casi un siglo. «Sin Europa, no hay salvación». Pero la brecha cultural entre Europa y nuestra cultura que se mira el ombligo se ha ensanchado desde sus días.
Un país se salva cuando su gente piensa, es culta y ama el conocimiento. Lo digo porque en los últimos veinte años muchas cosas han marchado bien, pero nos hemos inculturizado. Y luego se quejan de la calidad de la clase política. Se le cerraron las puertas del saber a los hijos del pueblo que iban a las grandes unidades escolares, que arruinaron deliberadamente. Y un pueblo no instruido ha votado erráticamente, y lo seguirá haciendo.