Cecilia Bákula
Bicentenario del inicio del fin: 8 de setiembre de 2020
El desembarco del Libertador San Martín en Paracas
Los sucesos que tuvieron lugar como prolegómenos del proceso de definición del Perú como Estado soberano e independiente de la corona española son bastante conocidos. Sin embargo es conveniente y necesario recordar, cuando menos, aquellas fechas que marcaron el inicio de esa etapa. Máxime en estos tiempos en los que lo urgente viene copando la posibilidad (y la voluntad) de atender a lo importante. O dicho de otra manera, más allá de la tragedia de la pandemia y las consecuencias que viene teniendo, no es posible identificar una acción difundida, seria y eficiente para propiciar entre los peruanos el mejor conocimiento respecto a los hechos que concluyeron ya sea el 28 de julio de 1821 o el 9 de diciembre de 1824.
Como una nube oscura y de mal presagio, el Gobierno de turno no imprime al conocimiento de la historia ningún énfasis dentro de la actual estructura del sistema educativo; y menos se interesa en que pueda ser conocido o difundido. Quizá lo tiene oculto o, quizá, la situación actual le impide tener esa “visión de águila” que una buena autoridad debe tener para trascender en su visión y percepción de la realidad. Por grave que sea la situación actual, debe ser vista en la perspectiva de un futuro diferente; y en el Perú ese futuro nunca llegará si no construimos ciudadanía. Y menos si no formamos a los futuros ciudadanos, desde muy pequeños, en los valores intrínsecos de la responsabilidad, privilegio y honor de ser peruanos, poseedores y herederos de una historia grande, valiosa y que, en sí misma, debería ser materia de conocimiento y reflexión.
Desde mi particular perspectiva, intentar opacar la importancia del conocimiento de nuestra historia implica la voluntad (cuando menos tácita) de promover un grave antipatriotismo e impedir a todos los ciudadanos de este país, que adquieran y refuercen sentimientos de identidad y pertenencia. Es por ello que debemos conocer los hechos y las consecuencias que marcaron el devenir de nuestra historia.
El 8 de setiembre de 1820, don José de San Martín desembarcó en Pisco, dando inicio las acciones que culminaron con la proclamación de la Independencia. Es decir, estamos a punto de vivir el bicentenario del “día D”, el que marcó un camino sin retorno. Los cuadernos de bitácora de la expedición que venía del sur registraron que el día anterior, hacia las 8 de la mañana,
“Se avistó la punta de Lobos... a las tres menos cuarto llegamos a la boca de la entrada a Pisco, donde se puso todo el convoy en facha, y la Moctezuma entró en el puerto con bandera americana. A las tres y media se hizo seña de prepararse para anclar: a las 3 y tres cuartos se hizo otra para forzar de vela; a las cinco y cuarto se vieron en el puerto tres buques, a los cuales se dirigió la Independencia. A las 6 y media dio con el convoy inmediato a una playa que dista como dos leguas del puerto de Pisco”.
San Martín llegaba al Perú con la misión, fundamental por cierto, de lograr la independencia del Perú, como requisito indispensable para poder consolidar la libertad del resto de la América Hispana. Él había participado en la lucha por la libertad de Argentina y Chile; así como Simón Bolívar lo había hecho en la Gran Colombia, territorios actuales de Colombia, Ecuador y Venezuela. Quedaba pendiente la inmensa y titánica tarea de libertar al Perú, que era el bastión no solo del poder real, sino de una sociedad que, por diversa y desigual, no buscaba más cambios que aquellos que pudieran beneficiar a los que se consideraban con legítimo derecho para ello. Es decir, que la población que habitaba en el Perú era sumamente compleja y dispar en valores y en expectativas de futuro. Y ello pudo haber sido, por qué no decirlo, uno de los frentes más difíciles de atacar y conquistar.
La escuadra de San Martín estaba formada por 25 embarcaciones. Todas estaban al mando del almirante Lord Cochrane, experimentado marino de ascendencia escocesa, cuya participación fue muy singular en el Perú. Se trataba de un conjunto de 25 naves de guerra y 17 para el transporte de tropas; 624 extranjeros y unos mil marineros y combatientes, reclutados en Chile, cuando don Bernardo de O’Higgins, militar y héroe chileno, con profundas raíces familiares peruanas, autorizó el que la Expedición Libertadora zarpara de Valparaíso.
Desde un primer momento, la voluntad de don José de San Martín estuvo orientada a dictar las pautas para la organización jurídico - administrativa del futuro nuevo Estado, y a organizar la participación peruana en los enfrentamientos militares que, necesariamente se darían. Quizá el fragor del deseo de una independencia continental y las noticias del pensamiento emancipador y precursor del Perú le hicieron pensar que la tarea de comprometer a los propios peruanos sería más fácil, y ese esfuerzo lo desgastó sensiblemente.
En su avance hacia Lima, tuvieron lugar dos momentos importantes entre San Martín y la autoridad española. Inicialmente se encontraron en las llamadas “Conferencias de Miraflores”, en las que el independentista San Martín se enfrentó –con la certeza de que el futuro estaba en sus manos– al temeroso virrey don José de Pezuela, quien intentó negociar algunos cambios en la estructura administrativa, siempre y cuando se mantuviera el poder absoluto del monarca, condiciones de por sí inaceptables. Para enero de 1821, Pezuela había sido depuesto por La Serna, cuyo mandato a cargo de este virreinato no había sido aún ratificado por España. Las reuniones se recuerdan como “Las conferencias de Punchauca”, que tuvieron lugar en un escenario diferente: el ejército libertador ya estaba tomando posesión del territorio y ganando día a día la voluntad de mayor cantidad de ciudadanos. Ante esa evidencia, el virrey abandonó Lima buscando reorganizar sus fuerzas en la sierra, y ello permitió el ingreso triunfal y confiado de San Martín en Lima.
Detalles más, detalles menos, nos encontramos realmente en los albores del bicentenario. Y es una obligación exigir acciones que permitan el recuerdo, la reflexión y el conocimiento de nuestra historia. Sin cultura no hay progreso, sin historia no hay identidad; y un pueblo inculto y carente de raíces e identidad es un pueblo que camina sin tener el rico bagaje de su propia personalidad.
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