Ángel Delgado Silva
Acerca de la seudo polarización política
El autoritarismo que muchos peruanos llevan dentro
La gente de mi generación vivió dos experiencias de refundación del orden político y económico del Perú. En un par de décadas —los años setenta y los noventa del pasado siglo— se pusieron en marcha sendos movimientos de signo contrario. Ambos suscitaron un inmediato respaldo social, pues reaccionaron contra regímenes envilecidos por la ineptitud para enfrentar crisis mayúsculas, además de un enorme descontento social. Justificándose en la realización de reformas socio-económicas imprescindibles e irreversibles, primó en ellos el ansia de perpetuarse en el poder con sus respectivos estados de excepción. Y en los dos casos fue principalmente la movilización popular, directa y callejera, lo que echó por tierra dichas pretensiones mesiánicas y autoritarias.
Pero estas analogías concluyen en lo referente al legado político. En efecto, pese a la profundidad de las reformas nacionalistas y antioligárquicas, como diría Henry Pease, jamás se pudo articular un movimiento velasquista amplio, consistente y duradero. En cambio, el fujimorismo, más allá de su derrota popular y práctica liquidación a fines del año 2000, renació y tres lustros después ha tentado dos veces la Presidencia de la República, convirtiéndose en el principal partido político, del momento.
¿Por qué esta diferencia? Soy ajeno, en absoluto, a explicaciones reduccionistas de los fenómenos políticos y sociales. Y en este caso se pueden argüir causas muy disímiles, como la época, el programa de reformas, la naturaleza castrense del gobierno frente a la utilización de procedimientos electorales o la inserción de una “segunda fase” en vez de la continuidad, lo institucional de un proceso contrastado con la hegemonía mafiosa del otro. Una respuesta más justa requeriría ahondar en cada uno de estos tópicos y tal vez explorar otros. Pero no es esa nuestra pretensión.
Queremos examinar solo algunos elementos del tránsito a la democracia en ambas oportunidades. Quizá el que los propios militares organizaran el retorno a la constitucionalidad y que los grandes movimientos de masas —nacidos del paro nacional del 19 de julio de 1977— ocurrieron cuando ya Velasco había fallecido, expliquen la ausencia de una corriente política en torno a su figura.
Lo cierto es que las izquierdas surgidas del combate a la dictadura militar —pero en cierto modo herederas de las “transformaciones estructurales”— nunca reconocieron, salvo excepciones, algún patronazgo al velascato. Por su parte, los ya tildados “partidos tradicionales” y la derecha peruana, independientemente de denostar con acritud contra el discurso antinorteamericano y tercermundista, así como los atentados a la propiedad y la libertad de prensa, no desplegaron campañas para desactivar las reformas. No se generalizó la virulencia política ni se persiguió a los responsables. Antes bien se permitió el regreso ordenado a los cuarteles. Y salvo la inmediata devolución de los medios de comunicación a sus propietarios, el segundo gobierno de Belaunde —la víctima principal del golpe de 1968— promulgó la Constitución de 1979 y mantuvo los cambios estructurales de la década anterior.
Un implícito pacto de silencio por parte de los actores políticos, bloqueó los atisbos de efervescencia que pudiera suscitar “el general de los pobres”, en la conciencia popular. De esta manera quedó sellado un olvido histórico que relega la “revolución peruana” a la academia y los gabinetes de los analistas políticos.
¿Qué pasó con el fujimorismo que no solo ha renacido, sino que podría volver al poder con el voto de la urnas? Por cierto, existe un cúmulo de razones. Probablemente las más realistas serán aquellas que destaquen el caudillismo e informalidad del régimen, y su reposo en mecanismos ocultos de las trastiendas del Estado. Montesinos y el rol del SIN son esenciales para entenderlos. Por ello la arbitrariedad, las prácticas corruptas y la criminalidad, como métodos y estilos del poder, resultaron tan ostensibles y chocantes. Cuestiones estas que tuvieron una incidencia menor en un gobierno que sustentaba su institucionalidad en las propias FF. AA.
Ciertamente la indignación popular estuvo justificada. Y las movilizaciones, incluidos sus extremos más combativos, fueron premisas para derrumbar a la autocracia. Jamás cedería el poder por la sola vía electoral. Esta conducta ciudadana también fue menester contra cualquier amenaza de quebrar el orden político institucional. La polarización de entonces tuvo legitimidad y razón de ser.
Empero, ya no es racional a la luz de los dividendos políticos, eternizar esta polaridad. Las fuerzas democráticas no han advertido el momento de cerrar este capítulo. Tampoco la necesidad de superar dialécticamente situaciones que se pasmarán por el tiempo, a la par que abren curso a nuevas realidades inexorablemente. Llevados por el “anti” irreflexivo no han construido alternativas de mayor democratización y progreso. Más bien han llevado al gobierno a genocidas como Humala y lobistas como Kuczynski, con el argumento trucado del “mal menor”. Menos han impedido que el fujimorismo tenga mayor gravitación en la política peruana.
Ganados por la pasión más desorbitada asumen el reto de revocar el indulto a Fujimori, sin ponderar, en el crisol de la razón, la factibilidad de tal empeño y si obtendrán réditos políticos o, por el contrario, fortalecerán a su archienemigo y sus huestes. No perciben, porque están cegados, que retrotraernos a la polarización de los noventa reafirma convicciones democráticas, pero también toca la puerta a ese autoritarismo larvado que muchos peruanos llevamos dentro. En este cuadro de anomia y descomposición, provocado justamente por los gobernantes favorecidos por esa polarización falaz, pueden generarse añoranzas por la vuelta de la mano dura, en el recuerdo e imagen simbólica del ex dictador, convertido en víctima de una supuesta intolerancia.
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