La censura del ministro de Energía y Minas, Rómu...
Gracias a la intermediación de la Conferencia Episcopal Peruana, el Estado, la empresa MMG-Las Bambas y la comunidad de Fuerabamba lograron un acuerdo que restablece la paz social y las actividades económicas del principal megaproyecto de cobre, que aporta cerca del 1% al PBI. Mediante el acuerdo se levanta el bloqueo de la carretera que pasa por el fundo Yavi-Yavi, que impedía el transporte del mineral hacia el puerto de Matarani y también de todos los accesos al complejo minero. Asimismo, el Gobierno reconoce el abandono del Estado en las zonas mineras del Perú, y Las Bambas y la comunidad de Fuerabamba establecen un acuerdo económico por la carretera de Yavi-Yavi, entre otros puntos.
El diálogo y la negociación siempre serán alternativas superiores al enfrentamiento y el conflicto. Pero los acuerdos son de largo plazo si el Estado asume sus responsabilidades y recupera sus fueros. De allí la trascendencia de que el Estado reconozca sus fracasos en el entendimiento. En cualquier sociedad moderna sería una escena surrealista que uno de los mayores megaproyectos de cobre del mundo desarrolle un conflicto con una comunidad sobre una carretera que sirve para transportar el mineral. La escena solo nos recuerda a los estados coloniales de siglos pasados. En Chile, Colombia, por ejemplo, una inversión minera o petrolera contaría con el pleno respaldo del Estado.
En el caso de Las Bambas, que suma una inversión de US$ 10,000 millones, un Estado relativamente eficiente hubiese construido un sistema de ferrocarriles —mediante el modelo de asociación pública privada— para transportar el mineral de Las Bambas, Antapaccay, Constancia y otros proyectos que conforman el Corredor Minero del Sur. Proyectos que representan alrededor del 60% de la producción de cobre del país y que se emplazan en una de las zonas de mayor potencialidad mundial para explotar el metal rojo.
De otro lado, el Estado también debe ser capaz de redistribuir la riqueza minera —que administra a través de los impuestos que cobra a las compañías— mediante la construcción de carreteras, escuelas y postas médicas, por ejemplo. Si no se redistribuye la renta minera, la gran inversión generará sociedades del siglo XXI, pujantes y prósperas, pero rodeadas de cinturones de miseria y sociedades de siglos anteriores. Es en este escenario de abandono estatal en que aparece el radical antiminero o el simple extorsionador para manipular el legítimo descontento de las poblaciones.
El fracaso del Estado entonces es el origen del conflicto. El radical antiminero con agenda anticapitalista o el extorsionador necesitan de la violencia para bloquear los proyectos mineros. Así sucedió, por ejemplo, en Conga y en los demás emprendimientos hoy paralizados. En este contexto, la policía, la Fiscalía y el Poder Judicial se inhiben de aplicar la Constitución y la ley, sobre todo por las campañas del IDL y las ONG de izquierda sobre “el uso desproporcionado de la fuerza” y la “criminalización de la protesta”.
De allí que el acuerdo entre el Estado, Las Bambas y la comunidad de Fuerabamba marcaría un punto de inflexión en la larga cadena de conflictos sociales. No solo porque el Estado reconoce su responsabilidad en las zonas mineras, sino porque el sistema de justicia ha decidido aplicar la ley contra viento y marea, con la detención provisional de los hermanos Chávez, acusados por la Fiscalía de generar violencia para supuestas extorsiones a la mina.
En cualquier caso, el conflicto de Las Bambas ha descorrido el velo de un Estado disfuncional, fallido, que es incapaz de organizar el contrato social en las regiones de las cuales dependen gran parte de los ingresos fiscales del país. Como si los políticos y los burócratas del Estado consideraran que los recursos del Estado no tienen nada que ver con la inversión minera, durante el desarrollo de la crisis de Las Bambas, la indiferencia y la indolencia se extendieron por todo el espacio público.
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