Darío Enríquez
Valores, familia, modernidad y progreso
El relativismo y sus derivados destruyen nuestra sociedad
El relativismo ha invadido todos los espacios y todos las actividades del discurrir humano. Va de la mano con el mimético marxismo cultural gramsciano, su genuino inspirador. Su irracionalidad se expone como una “nueva” racionalidad. Cuestiona toda moral para imponer una nueva moral, en la que ellos tienen en exclusiva el poder omnímodo de decidir qué es y qué no es, más allá de la razón que supuestamente nubla nuestro entendimiento y de la antigua moral, “que tanto daño nos ha hecho”.
Ignorando nuestras tradiciones y el legado de nuestros ancestros, quiebran los vínculos generacionales y la continuidad del proceso sociocultural. Asumen nuestras vidas como un libro en blanco que será escrito por los nuevos “hegemones”, quienes con infinita y fatal arrogancia creen saber mejor que nosotros mismos qué es lo que nos conviene. Pretenden redefinir valores, ética y creencias, coartando la libertad propia de nuestra dignidad humana, aquello que nos permite desplegar medios y fines legítimos que sustenten nuestros planes de vida individuales, familiares y comunitarios.
El relativismo está destruyendo nuestra civilización. Y su brazo armado es un Estado cada vez más intervencionista en política, economía, cultura y familia. Se trata de imponer, desde la violencia estatal, nuevas formas ajenas al sano proceso espontáneo de cambio en la sociedad humana. En nombre de un falaz progreso y de una modernidad ciega, se siguen dando pasos hacia la destrucción de la familia; como sucedió en su momento cuando se reivindicó la trivialización del divorcio, la legalización del aborto discrecional y la idealización del consumo de drogas o alcohol hasta la adicción. Estos dramas humanos familiares y sociales son tratados con total displicencia por colectivos falsamente progresistas, en nombre de una cuestionable modernidad.
Es así que el divorcio, explicable en situaciones extremas y excepcionales, se trivializa con el soporte de organismos o colectivos que levantan las banderas de una falaz emancipación femenina y una destructiva “machofobia”, sin dar importancia alguna a la posible reconciliación de la pareja en problemas, y más bien estimulando el conflicto. Los hogares monoparentales femeninos supera fácilmente el 50% en muchos espacios urbanos norteamericanos donde, al mismo tiempo, se verifican los mayores niveles de pobreza y delincuencia. Nuestra Hispanoamérica no es ajena al grave problema de la monoparentalidad. En cuanto a la aniquilación en vientre materno de un bebé engendrado, con la escalofriante cifra de 40 millones de abortos “legales” por año en el mundo, es en toda regla el más grande genocidio perpetrado por la especie humana.
Es probable que la mayoría de quienes pensaban que la simplificación del divorcio, el aborto discrecional y las drogas “recreacionales” eran positivos para la sociedad, los hayan propuesto con las mejores intenciones. Pero los resultados son absolutamente devastadores. En las ciudades del mundo “desarrollado” vemos languidecer tanto ancianos en dolorosa soledad como jóvenes y adultos en indigencia por adicción. Mucha gente que alguna vez formó una familia hoy se encuentra desarraigada, con vínculos familiares y sociales destruidos. Las parejas se disuelven y no envejecen juntos, los hijos se alejan y los nietos (si los hay) no conocen el concepto de familia extendida. La relativización del vínculo matrimonial, la negación del compromiso, el desprecio por los valores familiares y la satanización de la coexistencia multigeneracional han causado estragos en el tejido sociocultural de la sociedad occidental.
El rostro típico de la pobreza aquí y allá, es el de una mujer monoparental, desarraigada de su red familiar, muchas veces dependiente de la ayuda social, en algunos casos con problemas de adicción a drogas o alcohol, cuyos hijos abandonan la casa familiar a edad temprana, reproduciendo el ciclo de pobreza y dependencia de un pervertido “Estado social”.
Con el tiempo, confiamos en que se demostrará lo nocivo del relativismo y sus derivados posmodernos más notables –como el utópico igualitarismo, el falso progresismo y la modernidad ciega–, que destruyen a la familia, institución fundamental de nuestra civilización. Son estas visiones del mundo las que impactan negativamente en el equilibrio, la sostenibilidad y la viabilidad de la sociedad humana. Sus trágicos efectos pueden constatarse con la fragmentación de la cohesión social, la destrucción de la familia extendida y la disfuncionalidad de la familia nuclear, en la base misma de la sociedad. Los hechos están allí. Aunque los pseudocientíficos sociales del siglo XXI –tanto alquimistas intelectuales como constructivistas sociales– hagan maromas para la tribuna y pretendan que estamos rumbo al paraíso. La decadencia se propaga, pero también una legítima resistencia rebelde frente a estas nuevas formas de autoritarismo y opresión. Ayn Rand describía así a los relativistas de la “moralidad gris” (1964), cuando hace algo más de medio siglo ya asomaban amenazantes:
No son una escuela de pensamiento filosófico; son el típico producto de la ruina filosófica, de la bancarrota intelectual que ha producido el irracionalismo en epistemología, un vacío moral en ética, y una economía mixta en lo político […] ellos abogan por una moralidad que […} haga posible medir la virtud por el número de valores que uno está dispuesto a traicionar
Nota.- Este artículo se inspira en una publicación nuestra en el portal Leucocito: “El relativismo destruye nuestra civilización” (01/07/2015).
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