J. Eduardo Ponce Vivanco
Un remedio mucho peor que la enfermedad
Insalvables contradicciones socavan la propuesta del Gobierno
Después de seis pretenciosas e innecesarias páginas de historia constitucional comparada, el Gobierno afirma que su propuesta busca mejorar “la gobernabilidad” y las relaciones Ejecutivo-Legislativo (ésta y las citas posteriores provienen de la Exposición de Motivos del proyecto de ley de reforma constitucional). ¿Es aceptable una justificación tan incongruente con la previsible confrontación con el Congreso que su propuesta provocaría? ¿Es admisible que el Ejecutivo renuncie al debate, la negociación y la persuasión como instrumentos idóneos para crear las condiciones de gobernabilidad para gestionar los asuntos públicos de los que es responsable?
En el “Análisis Costo Beneficio” del proyecto de ley se dice que el propósito de la reforma es superar “el clima de tensión política que ha marcado este período” mediante la renovación del Ejecutivo y Legislativo para contribuir a “la estabilidad económica y social del país, que sienten las bases para un crecimiento sostenido en los próximos años”. ¿Es creíble esta infantil afirmación? ¿No es probable, más bien, que la próxima hornada de parlamentarios sea peor que la actual, pues ni siquiera contarán con el aporte de los más experimentados y eficientes, que ya no tienen derecho a reelección? ¿Es viable distender la tensión multiplicando la crispación? ¿Es serio pensar que la irritación puede transformarse en “estabilidad económica y social” por la magia del adelanto electoral? ¿No es evidente que la incertidumbre y la confusión serán un enorme obstáculo para sentar “las bases para un crecimiento sostenido en los próximos años”? ¿Cómo explicar el desprecio a la inversión del capital privado que huirá de un país en que el propio gobierno socava la seguridad jurídica?
¿Y cuál es la verdadera de intención de prohibir una reelección ya prohibida por la Constitución? ¿No revelaría el propósito de argumentar que sin esa innecesaria reiteración se podría intentar una aventura electoral claramente negada por la norma constitucional vigente? ¿Es honesto justificar un adelanto de elecciones aduciendo la crisis política producida por un enfrentamiento Ejecutivo-Legislativo del que ambos poderes son necesariamente responsables? ¿Es admisible que el Gobierno se escude en el descontento popular contra el Congreso para ignorar que la ineficiencia de su gestión económica y social es causa de de problemas en extremo preocupantes? ¿Es aceptable que después de la crisis provocada por el anuncio presidencial del 28 de julio, el proyecto del Ejecutivo incurra en incongruencias que solo pueden suscitar sospecha y desconfianza? ¿Cómo explicarse en el Presidente haya bloqueado su capacidad real de gobernar?
Observando la torpeza con que se ha manejado un asunto de tanta envergadura no sorprende que prefirieran no consultar a la Vicepresidenta de la República, elegida —como el Presidente— para el mandato de cinco años que la Constitución establece. Ante esa ausencia de lealtad y cortesía, la señora Aráoz ha reaccionado con dignidad y ponderación, asumiendo una posición que reconfigura el tablero de las opciones planteadas por el severo entrampamiento que la imprudencia del Gobierno ha engendrado. Al expresar la voluntad de honrar su función en caso necesario, se ha ofrecido para propiciar el diálogo y la reflexión entre los poderes enfrentados.
Sería inconducente, sin embargo, emprender una parodia de conversaciones entre interlocutores que no quieren entenderse ni ceder. Es alentador, por tanto, saber que contamos con la posibilidad de enfrentar predicamentos indeseables —como una eventual renuncia o vacancia presidencial— acatando la línea de sucesión que la Constitución dispone.
Ante semejantes circunstancias y dada la gravedad de la coyuntura, debemos esperar que todo ciudadano responsable esté dispuesto a comprometerse con desprendimiento para convertir esta crisis en oportunidad. La urgencia de la situación que el Perú atraviesa demanda una poderosa coalición de fuerzas políticas y fuerzas vivas capaces de concretar un programa eficaz de resurgimiento económico, respeto al Estado de Derecho, y afirmación del principio de autoridad a fin de ordenar esta caótica República que parece condenada a retroceder cada vez que consigue avanzar.
Solo así podríamos recibir con esperanza el Bicentenario de la Independencia, alejándonos del abismo de anarquías izquierdizantes y otros experimentos políticos indeseables que ensombrecerían el futuro y el enorme potencial de de la Nación.
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