César Félix Sánchez
Toledo en Barbadillo
Un balance preliminar
La noticia del fin de semana ha sido el inminente retorno de Alejandro Toledo, expresidente, exprócer de la lucha anticorrupción, exluchador por la democracia, ex-outsider, exhombre del pueblo olvidado y exídolo de masas en el telúrico e incorruptible sur andino del Perú. Parece que su última jugarreta –hacernos creer que el Perú, luego del golpe abortado de Castillo era una especie de Sudáfrica del apartheid donde se persigue a los indígenas– evidentemente no ha sido creída por nadie; mal que le pese a Steven Levitsky que, en un papelón monumental aun para los cánones de los politólogos, intercedió por él aduciendo que nuestro país era autoritario y racista. Al sostener kafkianamente que el mismo país que no solo llevó a un supuesto “aborigen” como Toledo a la presidencia, sino que también le permitió volverse millonario a su costa –a las buenas y a las malas– es racista, Levitsky simplemente se superó a sí mismo.
¿Qué significó Toledo para la historia del país? Ante todo la persecución acérrima de todo cuando recordase al fujimorismo en lo político, pero la relativa continuidad con su modelo económico. Fue, además, la gestión presidencial que, aún más que Paniagua, fomentó el cogobierno amplio entre casi todas las familias del antifujimorismo de los noventa. Así, teníamos en un mismo gabinete a izquierdistas entonces edulcorados como Nicolás Lynch al lado de conservadores que, de ocupar ahora una cartera, serían linchados mediáticamente por los diarios izquierdistas, como Luis Solari de la Fuente. Esta suerte de modelo de ancha base, que incluso Alan García replicaría con Rafael Rey y Yehude Simon, y que ahora podría parecer a algún desavisado como el culmen de la «concertación» (palabra que aquella época tenía prestigio, antes que el progresismo renacido durante el humalato la convirtiera en la maligna «repartija»), fue la ocasión perfecta para la formación de un deep state caviar que acabaría, con sus aliados mediáticos, sumiéndonos en la situación catastrófica de estos últimos cuatro años. La izquierda caviar cogobernaba y medraba en casi todos los regímenes de aquellos tiempos, fortaleciéndose para luego aducir hipócritamente que la culpa de que lo bueno no fuera excelente era de la maligna derecha que había gobernado el Perú en aquellos años.
Pero el principal aporte de Toledo a la historia de la infamia y del mal gobierno en el Perú no fue la práctica descarada del lawfare contra sus adversarios, ni tampoco su vergonzosa corte de los milagros de parientes, validos y favoritos dispuestos a malversar recursos, desde Coqui hasta Galleta, ni la proliferación de intentos por reescribir la historia y sentar las bases de un relato de la historia reciente políticamente tendencioso por la contrahecha Comisión de la Verdad –heredada de Paniagua, pero que modificó y amplió–, ni mucho menos la olvidada sensación de desgobierno, de déja vu ochentero de huelgas radicales y desmadres callejeros gravísimos que se vivieron en la primera parte de su gestión, acrecentadas por su demagogia y mentiras de campaña, sino la Ley de Bases de la Regionalización de 2003. Una ley fabricada en las oficinas limeñas de Henry Pease, y una de los más graves daños perpetrados por la izquierda caviar al Perú en los últimos cincuenta años. Si hubiera cárcel a la torpeza política, solo por esa ley Toledo merecería la cadena perpetua.
Ahora Toledo se enfrenta a su destino. Que tenga un juicio justo y que Dios se apiade de su alma. ¿Quién habría creído hace 22 años, cuando el Cholo Sano y Sagrado asumía la presidencia en un sainete improvisado en Machu Picchu (pero que, comparado con la horrorosa locura de Pedro Castillo en la Pampa de la Quinua en 2021, parece ahora hasta elegante), que compartiría ahora cárcel con Alberto Fujimori? Cosas del Perú.
COMENTARIOS