Manuel Gago
Todo fue el revés
Sobre la historia de la conquista española del imperio del Tahuantinsuyo
Según el historiador Waldemar Espinoza, a mediados del siglo XV unos 200 reinos existían en el Perú antiguo, cada uno con su propia organización política, económica y social, y con activa comunicación con los reinos vecinos. Cuando el imperio incaico se impuso, el temor calló a todos. Los curacas fueron vigilados por nuevos gobernantes y visitadores prestos para denunciar cualquier falta, engendrándose allí un profundo complejo de dependencia e inferioridad. Ese odio intenso acumulado decidió la caída del Tahuantinsuyo.
El incanato destronó a cuanto rey encontró a su paso, entregando sus riquezas y territorios a los auquis del Cuzco. Miles fueron desterrados y trasladados incluso a poblados de sus enemigos. Mientras unos se educaban con mayor ventaja otros germinaban resentimientos. Hasta 1532, el Imperio Incaico – un conglomerado de señoríos con diferentes lenguas y costumbres – no logró crear conciencia cívica, de patria y nación. Todos disgustados, sintiéndose humillados y acosados por espías. La represión fue tan violenta que cuando llegó Pizarro encontraron el momento de sublevarse y salir de la opresión compitiendo entre sí, dándole toda clase de recursos y pertrechos al conquistador. El incanato era su enemigo. Creyeron que Wiracocha – el dios – envió a los españoles para liberarlos. Ingenuamente pensaron que se irían de sus tierras luego de cumplir su misión liberadora. Sólo así se explicaría lo relativamente fácil que fue la caída del Imperio Inca.
Un nuevo amo, como tantos otros por delante, se imponía. Siglos de ideas y vivencias penetrando en el alma nacional, atados a la habilidad de los políticos que, como Pizarro, manipulan las carencias y resentimientos de las mayorías. Como autómatas, sin discernimiento, tontos, ingenuos y hasta estúpidos aceptando promesas salvadoras y mentiras, arma eficaz para destruir al adversario, confiando ilusamente en los juramentos frente al crucifijo.
Dolor de siempre, injusticias acumuladas, abandono, sometimientos, autoridad ausente, nunca en su lugar para resolver al día y eficazmente los pedidos de la gente. Un peruano no puede ser enemigo de otro. No debe haber un cholo por debajo de otro. Provinciano y serrano no pueden ser el despreciable lado chicha e impresentable de un Perú emergente sin nobleza y alcurnia.
El orgullo nacional es más que un ceviche, tacu tacu, pisco y quinua.
¿Qué orgullo nacional por exhibir en el bicentenario? ¿Qué logro para sentirnos grandemente satisfechos? Con urgencia más medalla de oro como las de los Panamericanos de Toronto y de las Olimpiadas de Matemáticas de Tailandia.
Valen los esfuerzos de Jaime Saavedra, ministro de Educación, por más educación física, matemáticas, inglés y educación cívica en los colegios. No vale el poco esfuerzo anidando en las mentes intriga, encono, envidia, pleito y desencuentro. Una o dos horas de educación cívica a la semana son nada frente a seis o más horas diarias de televisión inoculando chisme y burla, fiel reflejo del Perú de siempre, realidad espantosa por donde se mire, quietos contra solidaridad y colaboración, baluartes de la educación escandinava que ni se imaginan. Como un tablero de ajedrez, cada uno en su cuadrante sin acercamientos ni cediendo para alcanzar acuerdos.
Encomendaron a Felipe Guacrapáucar viajar a España para reclamar honores por la ayuda prestada en la conquista. Volvió con título nobiliario y privilegios exclusivos para él otorgados por Felipe II. Infeliz recordación que espantó a los Alaya y Cusichaca de 1563.
Todo fue al revés a lo enseñado.
Por Manuel Gago Medina
20 – Jul – 2015
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