César Félix Sánchez
Sursum corda
En las grandes crisis se aprende a juzgar el valor de las cosas
Uno de los fragmentos más antiguos (quizá de origen apostólico) de la liturgia de la Iglesia, tanto de la oriental como la occidental, es la aclamación previa al prefacio: Sursum corda. ¡Levantemos el corazón! De esta manera la Iglesia se prepara para la anáfora, la parte más sagrada de la misa. Y esta frase del cuerpo de poesía sacra más antigua del mundo, que es la liturgia, siempre me ha llamado la atención, como una suerte de símbolo de la esperanza que Dios nos infunde en sus sagrados misterios.
Ahora, en medio de las dificultades presentes, quisiera también decirles a todos los que sufren ahora: ¡sursum corda!, ¡Levanten los corazones! Porque grandes cosas están por venir, aunque parezca lo contrario. El viejo proverbio irlandés que nos dice que no hay momento más oscuro que antes del alba no deja de comprobarse siempre, tanto en la historia sagrada como en la profana. Qui seminant in lacrimis in exultatione metent, dice el salmo: «los que siembran con lágrimas, con cantos cosecharán».
Giambattista Vico, ese genial observador de lo humano, sostenía que cuando la edad de los hombres –la época de las repúblicas democráticas y de la omnipotencia humana– hubiese generado el llamado «estado bestial», en que la «barbarie de la reflexión», nacida de las «sutilezas de un ingenio malnacido» hiciese a los hombres más salvajes y crueles que en la «barbarie del sentido», la Providencia los sacaría de las ciudades, comenzando así nuevamente la edad divina, la edad de la Poesía y la Profecía. Así, de las grandes crisis históricas siempre han surgido las épocas de esplendor verdadero, de esplendor espiritual. Karl Jaspers, que no era creyente, decía que en las situaciones límite es donde aparece la trascendencia. La cuestión es saber estar en esos momentos a la altura de nuestros deberes.
La esperanza es una virtud teologal infusa y, como tal, viene de Dios y tiene como objeto a Dios. Consiste en esperar los bienes que Dios nos ha prometido en la revelación. Podríamos decir que consiste en esperar la caridad que por fe conocemos. ¿Pero cómo vivirla y cómo ejercitarnos en su práctica? Mi misal de fieles lo explica así: «pensar con frecuencia en el Cielo y en los bienes eternos. Desearlos ardientemente Despreciar los bienes y placeres de esta vida y vivir en santo temor de ofender a Dios». Nada mejor que las crisis históricas para aprender a juzgar en su recto valor las cosas de este mundo y saberlas usar en tanto y cuanto nos acerquen a lo Eterno.
Estos horizontes pueden parecer extraños para aquel que vive volcado a las cosas más bajas o en sí mismo. A alguien que vive así, dormido, la hora de la prueba lo encuentra en mal lugar: las apariencias que lo distraen pronto se disipan y cae en la angustia de saber que está solo consigo mismo. Porque como diría san Agustín, uno se convierte en lo que ama. Si amas la tierra, te conviertes en tierra, si amas el cielo, te haces cielo.
Por eso hay que llenar el alma de cosas grandes. Esa es la verdadera riqueza que soporta cualquier catástrofe. Urge, por tanto, volver a la contemplación, tan olvidada, incluso por los buenos. Hay que tener una vida interior fecunda que no es el inerte mundo interior subjetivista del hombre moderno, tan contaminado de irracionalismo. Para esto no hay mejor maestro que san Ignacio, particularmente en su Contemplación para alcanzar amor, que pertenece a la cuarta semana de los Ejercicios Espirituales: «Traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene (….) Mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender (…) Mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba (…) justicia, bondad, piedad, misericordia, etc., así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etcétera».
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