Carlos Rivera
Ríos de sangre
¿Qué pasaría si la insurrección finalmente triunfa?
Aquella mañana del miércoles 5 de marzo del 2023 aún el país olía a bala. Los manifestantes tenían las bocas secas, sus caras apestando a vinagre y los ojos desorbitados esperando alguna buena nueva. Acurrucados entre las barricadas de sacos de arena y con las manos temblorosas aferrados a sus armas resistieron envalentonados con el magnánimo fin de un mejor futuro para las nuevas generaciones. Entre el silencioso rito de la muerte rondando las calles se vislumbra a lo lejos una sombra acompañada de una voz consumida ingresando por una de las esquinas de la Plaza San Martín. Poco a poco se revela la silueta de una mujer joven cubierta con una bandera negra y en su mano derecha, una botella de gasolina anunciando entre lágrimas el fin de la guerra.
El Gobierno se había rendido y la presidenta Dina renunciaba, los altos mandos del ejército y la policía abandonaron sus armas y su séquito de ministros fueron detenidos por las milicias. Finalmente, el pueblo había triunfado. Palacio de Gobierno y el Congreso fueron quemados y con sus hogueras se sellaba la conquista del populacho sobre los íconos corruptos que gobernaron por 200 años. Los rebeldes se abrazaron, salieron de sus guaridas y fueron a llorar junto a la joven portadora de la noticia. El cielo se abrió como un clavel, los carros aparecían repletos de ciudadanos con ardientes gritos patrioteros inundando las grises avenidas que se entregaban a la algarabía pluricultural. La turba se puso sensiblera luego de quemar comisarías, destruir aeropuertos, un hospital capitalino. Mataron sin misericordia a sus hermanos de piel, sangre y territorio. Mataron a los que vieron como blancos y oligarcas, pero eran mestizos o provincianos solo que con uniforme y otros civiles que eran igual de cholos o zambos.
De las casas salieron madres chancando sus ollas con la furia feliz luego del final de una cruenta guerra que cobró más de 10,000 vidas en todo el país. Un Perú hecho mierda, escombros de tristeza. La plaza tronaba en alaridos de pobres diablos que aún no sabían por qué lucharon. La chusma hambrienta de reconocimiento (y resentimiento), hizo su tarea que estaba escrita en sus venas históricas. Los literatos tomaron las plazas de todas las regiones y ensayaron sus mejores versos a la victoria, pintaron las paredes con las frases repetidas hasta el hartazgo de José María Arguedas. “¡Gracias, Taita!”, gritaban poseídos de un fervor jamás visto. Ellos hicieron historia y los otros, la raza “blanca” maldita y cobarde de la derecha, les salió al frente y cumplieron con el deber de aniquilarla. Algunos revivieron a Scorza y su literatura comprometida plasmada en sus libros que registraban los abusos contra los campesinos y mineros.
Unos músicos emergieron con sus guitarras al centro de la Plaza San Martín y armaron un tabladillo y entonaron canciones de Mercedes Sosa y de Víctor Jara. Otros más nacionalistas pedían “Flor de retama” y algunos cursis, “Yolanda” de Pablo Milanés. Hubo trova, sikuris y huayno, y nada de extravagantes músicas que no ayudaban a la identidad.
Aparecieron voces tarareando: “¡El pueblo unido jamás será vencido!” Algunos rebeldes exigían colgar de las torres de la Catedral a la presidenta usurpadora y a sus ministros como la turba que castigó a los hermanos Gutiérrez en 1872; total, desaparecerían el Poder Judicial, Legislativo, y el Ejecutivo. Todo iba a refundarse en un sistema igualitario nunca antes imaginado. Un nuevo Estado al servicio del pueblo, una Constitución para los millones de ciudadanos, pan para todos, salud para los desposeídos, educación sin contrabandos extranjerizantes.
Al día siguiente los diarios anunciaban en sus portada el gran triunfo del pueblo en afán de congraciarse con los rebeldes. Los editoriales perfilaron sus mejores plumas y dedicaron informes especiales a los héroes de la gesta, acompañados de los más ´prestigiosos historiadores, quienes prestaron sus voces “autorizadas” para clarificarnos la gesta que cambió para siempre nuestra historia.. El triunfo del Perú profundo sobre el maldito neoliberalismo. Se compuso un himno a los excluidos, el cual cantó en la Plaza Mayor nuestra más reconocida cantante, rodeada de miles de jóvenes batukeros, grupos de sikuris y radicales de la izquierda provinciana. Unidos como un puño. Rojos como la sangre derramada que tanto anhelaba Aníbal Torres.
Antauro como jefe del Ejército del Pueblo salivaba psicóticamente cada vez que sus huestes fusilaban a los ex presidentes y altos funcionarios sentenciados como corruptos públicamente, mediante una junta de notables, capitulando con sus manos la vida de los políticos como en los tiempos de Robespierre y transmitido en cadena nacional y por redes sociales.
Pasaron cuatro años y el paraíso igualitario no llegaba, la Asamblea dibujó una nueva estructura de poder para cumplir todas las demandas históricas. Los periodistas progres, que apoyaron la insurrección, fueron encerrados en las llamadas cárceles del pueblo. Arrepentidos desde sus celdas pedían clemencia y se presentaron como afines a su lucha, pero a al pueblo no le importó que ellos dieran su venia cuando el Chotano ganó las elecciones en el 2021 y anunciaba su terrorífico accionar de refundarlo todo. El Estado tomó las minas y fueron entregadas a las comunidades, los medios de comunicación fueron confiscados y administrados por un consejo integrado por representantes de la prensa alternativa. Los artistas seguían apoyando la causa y formaron parte de ese nuevo gobierno recibiendo reconocimientos como héroes culturales a contrapelo del ultraderechista Mario Vargas Llosa que esperaba la salida de sus memorias desde su residencia en Madrid.
El pueblo empezó a tener hambre, las bodegas y mercados populares no tenían productos para vender. Las fábricas estatales empezaron a cerrar por la ausencia de un circuito productivo que dinamizara la economía y porque solo gastaban sin algún criterio de rentabilidad. El gobierno ensayaba formas de explotación de nuestro litio en Corani y Macusani(Puno) y aún no teníamos horizonte de su porvenir. Las minas fueron copadas de gente que habían dado sus pechos a la revuelta. En el colmo de la fanfarria un reconocido poeta progresista fue nombrado intendente de la mina de Las Bambas. Este se la pasaba delirando en su escritorio componiendo el gran libro dedicado a Pedro Castillo el cual ya tenía un financiamiento estatal y se harían 5 millones de copias para ser distribuidos en los nuevos colegios. Y el pobre hombre no entendía de cálculos ni proyecciones, pero eso importaba poco.
Entonces comenzaron los cuestionamientos al poder constituido, pero el Gran Jefe Castillo se excusaba en las maniobras del imperialismo y las argucias de la ultraderecha que dinamitaba desde sus catacumbas para lograr el fracaso del gobierno del pueblo y para el pueblo. La desnutrición había crecido en un 40%, las vías envejecieron y el Perú era un desolado paisaje de miseria, sin fábricas, industrias y nunca trasformaron la materia prima en productos con valor agregado. Y las tripas no perdonan ninguna ideología y el gobierno ya no sabía qué decirles ante el fracaso económico. El pueblo volvió a reunirse en un colectivo y decidieron marchar contra el gobierno. Se alistaron nuevamente a tomar Lima, pero ahora eran despojos humanos y enfermos.
Castillo exigió represión total contra aquellos cobardes que no soportaban el sacrificio que los tiempos reclamaban. Los mil hombres y mujeres llegaron a la capital desde Puno, Apurímac y Cusco se instalaron en los alrededores del Parque de la Exposición. Por la tarde se alistaron con sus cartelitos de protestas y salieron al frente del ejército de Ronderos que cercaba el recinto. Pero, antes de que lanzaran sus consignas, fueron reducidos y gaseados como cucarachas. Casi todos murieron.
Un sobreviviente aún tenía los ojos abiertos y maldijo su existencia, recordó a su hijo muerto de 16 años cuando tomaron una hidroeléctrica en enero del 2023 y pensó que era necesaria la vida de su vástago para tener un mejor mañana. Sintió una bota fría sobre su pecho, divisó en el hombro de ese sujeto un parche con la bandera del Tawantinsuyo. Poco a poco empezó a perder el sentido de las cosas. Lanzó lamentos al sol, a la madre tierra y con el fuerte apretón de la bota expulsó su último aliento. Unos gallinazos surcaron el cielo panza de burro. En el horizonte marchito, allá donde descansan las ilusiones y la melancolía, fue a parar ese grito vago y sin destino del hombre que alguna vez pintó la pared de su casa con aquella frase triunfal: “No más pobres en un país rico”.
COMENTARIOS