Humberto Abanto
Reforma constitucional y cuestión de confianza
¿Puede el Ejecutivo imponer al Legislativo un cambio en la Constitución?
I
La propuesta presidencial de reformar la Constitución para recortar los mandatos presidencial y parlamentario ha dividido a la opinión pública y a la opinión publicada en dos bandos irreconciliables. Uno que la rechaza, tildándola de inconstitucional, y propone su inmediato archivo. Otro que la encuentra constitucional, exige su inmediata aprobación por el Congreso y hasta propone emplear la cuestión de confianza para obligar a su aprobación.
La situación problemática exige definir si se respeta la Constitución cuando el Ejecutivo impone al Legislativo —y al país, por cierto— una reforma constitucional por medio de una cuestión de confianza. Unos dicen que es posible, otros niegan esa posibilidad. La contraposición de opiniones revela que el tema es profundamente interesante. Aunque más interesante que complicado, a decir verdad.
Despejar la incógnita exige partir del poder constituyente, pasar por la limitación de los poderes constituidos y terminar en su separación y la forma en que se relacionan. Ello lleva a preguntar qué es una Constitución y para qué sirve, cuándo es necesario reformarla y para qué hacerlo, así como a quién le corresponde reformarla, cómo lo debe hacer y por qué.
II
La Constitución nace del poder constituyente, históricamente concebido como absoluto, ilimitado y omnímodo. No lo es más desde que la dignidad humana ocupa el ápice de la pirámide valorativa de la cultura occidental. El poder constituyente no puede nada frente a los derechos fundamentales que dimanan de ella. Tampoco frente a la soberanía popular, el principio democrático y la forma republicana de gobierno.
Acerca de cuán excepcional es la convocatoria al poder constituyente, el juez Marshall dijo lo siguiente: “Todas las instituciones fundamentales del país se basan en la creencia de que el pueblo tiene el derecho preexistente de establecer para su gobierno futuro los principios que juzgue más adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese derecho supone un gran esfuerzo, que no puede ni debe ser solicitado con mucha frecuencia. Los principios así establecidos son considerados fundamentales. Y desde que la autoridad de la cual proceden es suprema, y puede raramente manifestarse, están destinados a ser permanentes. Esta voluntad originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones específicas. Puede hacer solo esto o bien fijar, además, límites que no podrán ser transpuestos por tales poderes”.
Por otra parte, la Constitución del Estado Constitucional, a cuya corriente se adscribe nuestra Ley Fundamental, posee algunas características insoslayables: (a) Es una norma jurídica, es decir, sus mandatos no orientan, sino que definen la validez de los actos de los poderes públicos y las acciones de los particulares; (b) es suprema, lo que, en la vertiente negativa, supone que ninguna norma ordinaria puede modificarla y, en la positiva, invalida toda norma que se le oponga o contradiga; y (c) es rígida, pues su modificación solo se da por el procedimiento agravado que ella misma prevé. Finalmente, su fuerza normativa suprema hace que sus mandatos puedan ser defendidos en sede jurisdiccional.
III
La rigidez constitucional tiende a garantizar la permanencia de los mandatos del constituyente y origina que el Legislativo, al surtir el procedimiento reformador, se transforme en un poder constituyente derivado. Obviamente, si el poder constituyente originario no es absoluto, ilimitado ni omnímodo, el derivado mucho menos lo será. Tiene claros límites, a saber, las bases materiales de la Constitución —dignidad humana, soberanía popular, estado democrático de derecho y forma republicana de gobierno—, que no pueden ser objeto de reforma.
La iniciativa de reforma constitucional corresponde al presidente de la República —previa aprobación del Consejo de Ministros—, los congresistas de la República y el 0.3% de la población electoral. El procedimiento exige dos legislaturas ordinarias sucesivas, su aprobación el voto de la mayoría absoluta del número legal de miembros del Congreso y su ratificación en referéndum, salvo que se hubiera obtenido el voto favorable de las dos terceras partes del número legal de congresistas. Otro dato relevante es que, a diferencia de las leyes ordinarias, el presidente de la República no puede observar la ley de reforma constitucional.
A propósito de los límites a la potestad reformadora de la Constitución, toca señalar que pueden ser dispuestos por la propia Constitución —autónomos— o dictados por normas distintas de la Constitución (tratados internacionales, por ejemplo) —heterónomos— los cuales, a su vez, pueden ser explícitos o implícitos. La prohibición de someter a referéndum la supresión o disminución de derechos fundamentales (artículo 32, in fine) constituye un límite autónomo explícito a la reforma constitucional.
IV
La cuestión de confianza, por su parte, es una institución propia de las democracias parlamentarias, entendiéndose por tales aquellas en las que el gobierno surge del seno del Parlamento y no directamente de las urnas electorales. Así, la confianza de la Representación Nacional constituye el factor determinante de la formación del Gobierno, el cual subsistirá mientras aquélla concurra. Sin ella el gobierno perece irremisiblemente. Así de sencillo.
El constituyente peruano consideró que la confianza del presidente de la República era una condición necesaria para nombrar al Consejo de Ministros, pero no la estimó suficiente. Optó por exigir la confianza del Parlamento. El presidente del Consejo de Ministros debía buscarla presentándose ante la Representación Nacional para exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión. Cumplido ello tenía que plantear una cuestión de confianza que, de ser concedida, produciría lo que se ha dado en llamar el “voto de investidura”, y de ser denegada, acarrearía la renuncia del Gabinete en pleno.
Siguiendo la lógica del parlamentarismo, el constituyente dotó al presidente del Consejo de Ministros de una competencia de ejercicio facultativo para plantear la cuestión de confianza en momentos distintos de la investidura. Sin embargo, la finalidad no puede ser otra que la aprobación de un cambio en la política general del gobierno o en las medidas requeridas para su implantación. El silencio de la Constitución respecto de los motivos que ameritan la cuestión de confianza discrecional o facultativa debe ser cubierto con una reconducción a los previstos en la cuestión de confianza obligatoria, conforme aconsejan los criterios de unidad, concordancia práctica y corrección funcional, así como la interpretación sistemática.
Sobre el particular, el Tribunal Constitucional ha declarado que la cuestión de confianza discrecional o facultativa “ha sido regulada en la Constitución de manera abierta, con la clara finalidad de brindar al Poder Ejecutivo un amplio campo de posibilidades en busca de respaldo político por parte del Congreso, para llevar a cabo las políticas que su gestión requiera”. Cabe subrayar que el TC destaca su carácter de herramienta para el logro de la gestión gubernativa.
Conclusión
Si, como hemos visto líneas arriba, la potestad reformadora de la Constitución posee el límite autónomo explícito de no suprimir ni disminuir derechos, y el derecho de participación política, en la manifestación de derecho a ser elegido —conforme lo ha delimitado la Corte Interamericana de Derechos Humanos— “supone que los ciudadanos puedan postularse como candidatos en condiciones de igualdad y que puedan ocupar los cargos públicos sujetos a elección si logran obtener la cantidad de votos necesarios para ello”, entendiéndose que ocupar el cargo no puede interpretarse como el simple hecho de asumirlo, sino que necesariamente implica permanecer en él por el tiempo previsto en la Constitución y la ley, resulta que el proyecto de reforma constitucional para el recorte de los mandatos presidencial y congresal no suprime, pero sí disminuye, el derecho a ser elegido de quienes ocupan el Parlamento hoy. Así, se enfila contra el límite autónomo explícito a la potestad reformadora y, por tanto, es inconstitucional.
Por otra parte, si la cuestión de confianza es una institución instrumental entregada al Gobierno por el constituyente para “llevar a cabo las políticas que su gestión requiera”, resulta un contrasentido que se persiga una finalidad exactamente opuesta a la finalidad constitucionalmente legítima para la que se estatuyó la cuestión de confianza, toda vez que se la plantearía para lograr la aprobación de una reforma destinada a que no haya gestión de Gobierno. Ello abona a la inconstitucionalidad del medio que se propone emplear para forzar la aprobación del proyecto de reforma constitucional.
La conclusión no puede ser otra que la inconstitucionalidad no solo del proyecto de reforma constitucional para el recorte de mandato presidencial y congresal, sino de la pretensión del Ejecutivo de llevarlo a referéndum. Lo mismo sucedería en caso se tratara de emplear un instrumento destinado al desarrollo de la gestión de gobierno para, contradictoriamente, ponerle fin a esta. Recordando a nuestro abogado en la Corte de La Haya, el distinguido jurista Alain Pellet, cabría decir que la propuesta del Gobierno le causa dolor al Derecho.
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