Carlos Adrianzén
Recordando la dictadura de 1968
Sus efectos negativos persisten hasta hoy
Hacer memoria de un suceso tremendo puede tener un toque amargo, pero también puede ser algo muy útil. Sí, en estos días, en los que la izquierda limeña se regodea de ostentar el poder sin ser elegida y de auspiciar un quiebre del orden constitucional, es bueno recordar las lecciones económicas del golpe militar de octubre de 1968. El gran tótem de un gobierno de socialismo peruano. Han pasado 51 años de tal evento y el grueso de los registros históricos de lo sucedido hace gala de un apresuramiento y sesgo ideológico flagrante.
Abundan los que etiquetan como revolución a esa otra asonada militar. Específicamente, a la desvergonzada traición del jefe de la Comandancia General del Ejército y la presidencia del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas a su mentor (el entonces presidente constitucional de la República, Fernando Belaunde Terry). Recordémoslo. Bajo el usual complot y voracidades políticas locales de por medio, el subterfugio usado –muy popular por aquellos días– fue el poco transparente arreglo al problema de La Brea y Pariñas. La burocracia de aquellos años, haciendo gala de apresuramiento, no numeró una página del acuerdo. Esta vez no se incurrió en una sospechosa adenda, pero fue exitosamente vendida la idea de que –tras la “pérdida” de la página 11– había existido un arreglo ilegal.
El respeto a la verdad implica reconocer que el arquitecto Belaunde no configuraba nada parecido a un gobernante con ideas económicas lúcidas (como las que entonces gobernaban naciones de ingreso per cápita no muy lejanos, como Australia o Singapur) y aplicaba, con una cautela impopular, las acciones iniciales de un esquema de gobierno más socialista y más mercantilista. Eso sí, la traición de los militares reflejaba tanto la moda ideológica regional de aquellos años cuanto su disposición a enriquecerse desde el poder. Como muchos otros militares golpistas latinoamericanos, carecían del más elemental bagaje ideológico y visión de gestión gubernamental, aunque sí tenían afanes reivindicativos primarios, superficiales o personales.
En el gobierno, los militares de la época cedieron el poder –consciente e inconscientemente– a sus asesores técnicos. Y este resultaba justamente el detalle nefasto. Fue un ejercicio totalitario para aplicar las ideas socialistas en nuestro país. Hasta se repetía que mientras robaban los militares y sus colaboradores, se aplicaba el modelo yugoslavo. Si, como en la corrupta Yugoeslavia de aquellos años.
Eran pues los tiempos del locuaz argentino Raúl Prebisch y del keynesianismo bastardo latinoamericano. Los asesores del gobierno –los ministros y cabecillas usaban uniformes– apostaban por la Receta del Hambre. Es decir, la destrucción de la libertad económica de la gente y las empresas en aras de mantenerse en el poder. La lógica económica les salía sobrando. La receta implicaba rapiña. Esa mezcla de expropiaciones, controles demagógicos de precios acompañados por prácticas de financiamiento inflacionario, subsidios masivos, regulación laboral, barreras al comercio e inversión privada, así como niveles absurdos de protección comercial y dádiva a los mercaderes afines.
Pero no nos distraigamos con los garrafales errores de política económica. Lo trascendente de la dictadura de marras fue el daño institucional realizado. La apuesta por la consolidación política del régimen de facto –con la complicidad de la intelectualidad y clase política local– necesitó prostituir instituciones. Así se inició el proceso de sostenido deterioro y corrupción de la institucionalidad peruana; desde los servicios educativos, de salud pública, de policía, de contraloría, incluyendo ámbitos militares o judiciales. El cumplimiento de la ley se hizo crecientemente discrecional. Hoy resulta muy torpe analizar los efectos de esta suerte de cima de los gobiernos de izquierda peruana sin ponderar este detalle. De hecho, los elevados niveles de corrupción burocrática de estos años reflejan la maduración y consolidación de esta suerte de anti reforma institucional.
A nivel de las cifras el legado económico del velasquismo, contrariamente a lo que cuentan sus escribidores, es enorme y tremendamente empobrecedor. Para dibujar esta afirmación es necesario sensible analizar la accidentada evolución del Producto Bruto Interno en términos reales, esa poderosísima proxy de la producción, gasto e ingresos (ver Gráfico 0). Un peruano se hizo significativamente más pobre a través del golpe y sus secuelas. Y recordar además que los efectos de las políticas económicas pueden se no solamente contemporáneos. Algunos efectos negativos persisten porque son intertemporales. Recordemos, la espuria Constitución Velasquista de 1979 consolidó –por imposición– las ideas y manejos socialistas y mercantilistas de la dictadura de marras.
El segundo gobierno de Belaunde y el de la Alianza Izquierda Unida - APRA respetaron grosso modo la misma línea de gobierno del velascato. La dictadura militar y las dos administraciones democráticas que la sucedieron –en sus 24 años de influencia– empobrecieron el país en forma sin precedentes. Consolidaron una verdadera tragedia económica. Nuestro país, en lugar de crecer, entre 1998 y 1992 redujo su producto por habitante de US$ 3,311 a US$ 2,589 del 2010.
Su índice Ilarianov de desarrollo económico relativo registró una de las caídas más pronunciadas del planeta. Se redujo en 7.3% del producto por persona norteamericano. Un cuadro de contracción económica tan destructivo que un estimado propio de la incidencia de pobreza de la población fuera de Lima bordearía dos tercios de nuestra población, y fluctuante por dos y media décadas.
Hoy muchos peruanos –por ideología, desapego o pobre educación– desconocen la enorme y longeva destrucción económica e institucional del velasquismo. Y no son tan pocos como deberían los que coquetean e idealizan esta corrupta dictadura y sus torpes ideas económicas. No son solo los escritos de sus colaboradores y simpatizantes que narran lo que no sucedió y omiten ponderar las terribles cifras económicas del velascato. En estos días hasta se ofrece una pieza propagandística de tal episodio en los cines peruanos.
Los parecidos entre el golpe vizcarrista del 30 de setiembre pasado y la traición velasquista de la noche del 2 de octubre de 1968 nos deben inquietar. Parafraseando a Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, los pueblos que no discuten su historia, están condenados a repetirla.
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