César Félix Sánchez
Recordando a Roger Scruton desde el páramo peruano
Un agudo crítico de las locuras posmodernas de la izquierda
Durante la cobertura periodística de estas últimas elecciones ocurrió un hecho algo interesante: el estreno de una nueva hornada de comentaristas, extraídos de una de las disciplinas (imaginarias) más de moda en nuestros días: la ciencia política. Eran bastante jóvenes, de ambos sexos y vestidos con cierto atildamiento hipster. Algunos incluso eran jerarcas en sus universidades.
Pero el valor de sus intervenciones era ciertamente un poco más difuso. De primera impresión, chirriaba el abuso del o sea y de otras muletillas limeñísimas, que eran el pórtico a obviedades expresadas en un idiolecto aparentemente muy reducido. Pero su propio récord de medianía fue batido en una entrevista en una radio de alcance nacional. El panel estaba compuesto por varios ejemplares de esta especie quienes, ante determinada pregunta de los entrevistadores, respondían indefectiblemente parafraseando la pregunta y reciclándola como una respuesta. Y cuando otro de los entrevistadores hacía una pregunta conceptualmente opuesta a la anterior, el mismo entrevistado lanzaba nuevamente una paráfrasis de la pregunta como respuesta, no sabemos si sin percatarse de que se contradecía de la manera más mamerta. Un análisis político más profundo y una mayor facundia en el uso del castellano habría sido posible con solo invitar a periodistas como Fernando Rospigliosi o Fernando Vivas.
Esta performance de los nuevos «liderazgos intelectuales» del Perú me hizo recordar al viejo, olvidado y, en algunas cosas, equivocado Alejandro Deustua, quien temía «no a la ignorancia de las multitudes, sino a la falsa sabiduría de los directores». Porque no se trata de ponerse chicharronesco o precioso y quejarse –como tantos caviares– de la supuesta «ignorancia» del pueblo peruano y de su necesidad de ser redimido por mesías con dos años de letras en la PUCP. Todo lo contrario: el pueblo peruano es, en su mayoría, más sabio que muchos de sus vecinos. Por lo menos no se entusiasma quemando estaciones del transporte público, saqueando y protestando nihilistamente como en Chile. Además, desconfía del estatismo repugnante mezclado con garantismo liberal y neomarxismo posmoderno que se ha enseñoreado de Argentina. Y todavía conserva la virtud de la piedad religiosa y patriótica, lo que lo salva de la licuefacción vergonzosa de la España actual. El problema es la ignorancia, sí; pero la ignorancia de los intelectuales que, como diría el versillo del padre Castellani, son «gente que sabe cosas, pero cosas que no son».
Y es a partir de estas reflexiones que vino a mi mente un gigante del pensamiento contemporáneo, que falleció hace algunas semanas. Me refiero al filósofo inglés Roger Scruton (1944-2020) quien, en su primera y muy recordada columna en The Times, sostenía que los políticos, al fomentar una educación tecnocrática, aun en los ámbitos filosóficos y humanistas, estaban formando una «generación de filisteos bien informados, cuya absoluta falta de gracia destruirá cualesquiera ventajas que su conocimiento les pudiese haber concedido». Si quitamos el «bien informados» tenemos a nuestro clásico filisteo intelecto-tuito-mediático, cuya reflexión se centra en aprioris vacíos, como «no existe la ideología de género», «la reforma política es imperativa» y «el aprofujimorismo ultraconservador es ultraconservador y aprofujimorista», dogmas inexplicables e incuestionables.
Pero Scruton no fue solo un agudo (y muy gracioso) crítico de las locuras posmodernas de la izquierda actual, sino también un profundo filósofo, cuya mirada abarcó a Dios, la estética, la filosofía moderna, el vino e incluso la sexualidad. Uno de sus mayores méritos fue, sin temor al lobby LGTBIQP, señalar los peligros de canonizar y divinizar lo anormal y lo desviado. En nuestros pagos sería censurado por los bienpensantes como «homófobo». Pero es curioso ver cómo incluso sus enemigos doctrinales más extremos, como el diario izquierdista The Guardian, acabaron rindiéndole homenaje en un obituario que vale la pena leer. Fue valiente, ingenioso y profundo, virtudes que se extrañan mucho en las facultades de filosofía, tan usualmente copadas por vendedores de humo.
Pero el mejor homenaje póstumo, fuera de las oraciones pro anima sua, es leerlo.
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