Ángel Delgado Silva
Profesión de fe
A propósito de la crisis política presente
Hace 26 años me opuse absolutamente al golpe de Estado fujimorista, perpetrado el 5 de abril de 1992. Preferí adherirme a los principios republicanos, por muy abstractos que parecieran, antes que dejarme seducir por la grita popular que acompañó aquel cierre del Congreso y la brutal intervención en otras instituciones estatales. A pesar de que no pocas amistades me llamaban a ser práctico y realista, con cargos tentadores incluidos, opté por el ostracismo político. Decidí vivir en soledad el esfuerzo de labrar la resistencia contra la autocracia, que ya se vislumbraba, más allá de las coartadas que se disfrazaron de encuestas de opinión.
Con muy pocas personas —que provenían de filiaciones políticas distintas a la mía— formamos el Foro Democrático. Su razón era relievar la importancia de la democracia política frente al populismo autoritario, que concitaba sorprendentes simpatías entre destacadas personalidades y publicistas, por lo menos durante los primeros años. Tiempo después promovimos, desde el pueblo, el referéndum (¡ese sí!) más significativo de la historia reciente. Referéndum contra la exégesis tramposa que permitía la reelección indefinida del dictador. Recabamos más de un millón y medio de firmas ciudadanas con ese propósito.
Aunque la corrupta tiranía acabó zurrándose en la voluntad popular y liquidó la posibilidad de la consulta electoral, el costo fue altísimo: se crearon las condiciones para su descomposición, rechazo social masivo y posterior caída. En mi calidad de personero legal del referéndum anti reeleccionista fui testigo excepcional de estos sucesos que, lejos de reposar en el acervo del pasado histórico, siguen increíblemente marcando el derrotero político de la actualidad.
Por eso, por las mismas razones y con idéntica energía, me opongo rotundamente a las intenciones golpistas del mandatario (no le diré Presidente) Vizcarra. El ultimátum al Congreso de la República, una bravuconada matonesca e inaceptable en un concierto democrático, carece de fundamento, tanto por la forma como por el fondo.
Lo primero. El Gobierno o el Poder Ejecutivo, incluida la Presidencia, no tiene la potestad para reformar la Constitución. El Art. 206º del Código Político dice textualmente que: “La ley de Reforma Constitucional no puede ser observada por el Presidente de la República”. Su competencia en esta materia se contrae únicamente a presentar iniciativas al parlamento nacional para que este las discuta, apruebe o rechace. Según el modelo constitucional que tenemos —al cual dice Vizcarra respetar— el poder de reforma de la Constitución, es decir de las reglas básicas del Estado, solamente le corresponde al Congreso: “Toda Reforma Constitucional debe ser aprobada por el Congreso” (Art. 206º de nuestra Constitución).
Si esto es así, ¿cómo podría el titular del Consejo de Ministros —un ministro al final, aunque sea el premier— que obviamente está jerárquicamente por debajo del Presidente, plantear una cuestión de confianza en asuntos constitucionales?.¡Qué duda cabe! Escapa a sus competencias normadas por el Art. 119º de la Carta Fundamental: “La dirección y la gestión de los servicios públicos están confiadas al Consejo de Ministros”. En consecuencia, el ámbito temático para las cuestiones de confianza se circunscriben solo a sus funciones: las políticas públicas y de gestión de servicios, estipuladas en el referido texto constitucional y a nada más.
En cuanto al fondo, se clarifica cada vez más que la corrupción revelada en la judicatura y nombramiento de magistrados, siendo un hecho cierto y gravísimo, se viene trastocando en un objetivo político subalterno, como acaeció en 1992 (encubrir los robos en las donaciones japonesas). Es decir, un pretexto para cerrar el Congreso. Y también como ayer, el golpe en marcha apunta a bloquear la información que viene de Brasil por el caso Lava Jato. Así se librarían muchos personajes vinculados al Gobierno.
Es una pena que algunos demócratas, ganados por los odios y prejuicios, se confundan y dejen los asuntos principistas e incurran en los yerros de antaño, cegados por el espejismo de la popularidad demagógicamente alcanzada. A sabiendas de que las medidas planteadas por el inquilino de Palacio —salvo aquellas relativas al Consejo de la Magistratura— poco tienen que ver con los problemas verdaderos del país, (entre ellos el pésimo gobierno, que solo ha ejecutado, por manifiesta incompetencia, el 30% del gasto público presupuestado), se presten para el aventurerismo de Vizcarra y adláteres.
Espero, nomás, que su error no los haga cómplices del gran operativo de encubrimiento e impunidad, que descaradamente se viene tramando, en torno a Odebrecht y empresas aliadas, por los casos de gravísima corrupción.
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