Hugo Neira
Perú. La doble muerte de los mejores
Un país con cultura de cementerio
Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Sócrates es mortal. A eso se le llama el silogismo. Desde el 400 a.C. Desde Aristóteles. Dos premisas que llevan a una conclusión lógica. Pero no todos los mortales mueren para siempre. Aparte de deudos, la humanidad guarda memoria de sus sabios y artistas. De alguna manera Leonardo da Vinci está presente en sus obras. O Cervantes porque siguen trotando el Quijote y Sancho. Las culturas no mueren, suelen sobrevivir cuando desaparecen las civilizaciones que las han engendrado. La Ilíada no necesita que Homero la defienda, se defiende por sí sola. Pero, como dice el dicho, toda regla tiene una excepción. Y esa singularidad, que distingue de cualquier otro pueblo o nación, es lo peruano. Nuestras celebridades tienen un destino inmerecido. Reciben la mezquina venganza de los infecundos. Cuando el ángel de la guadaña interviene, son los llantos. Pero en vida, los peruanos hicieron lo imposible por ignorarlos. El que ha destacado por ser escritor o pensador, tiene una doble muerte. El mecanismo peruano con el cual vuelve a morir estando ya muerto es muy sencillo. No se le lee. Y no me digan que los 18 tomos de la Historia de la Republica del Perú de Basadre está en las bibliotecas —si las tienen— de las escuelas peruanas. Ni las obras completas de César Vallejo.
Los antiguos griegos para darles consistencia a sus vidas, tenían un personaje mitológico: la diosa de la memoria, Mnémosina, hija de Titanes, madre de las nueve musas. Sin duda candideces del pasado, por no decir otra cosa. ¿Las musas? Nosotros tenemos los smartphones e Internet. Pero hay algo que no cuela, algo que se vuelve una interrogación. ¿Por qué en países más avanzados que nosotros, donde cualquiera tiene una laptop y celulares, sin embargo, los libros se siguen imprimiendo y vendiendo por millares? ¿Mientras que en el Perú, según las estadísticas, un peruano lee cada año, la mitad de un libro? Incluyendo los universitarios.
Se acaba de morir Julio Cotler. Y hace poco, Gonzalo Portocarrero. Y Enrique Bernales. Hay pena, sin duda. Se les honra a grandes titulares. Pero no puedo por ello dejar de pensar que este es un país con cultura de cementerio. Esperan que alguien ya no esté para tomarlo en cuenta. Por mi parte no me voy a sumar a ese ritual que esconde, junto a la honesta pena y dolor, una cierta hipocresía y cinismo. Cuando estaban en vida, pudieron comentar sus ideas y obras. Pero en Perú han desaparecido las reseñas. O sea, la circulación racional de las ideas. Por mi parte he tenido la costumbre de citar en mis artículos y libros a mis contemporáneos. Sin esperar las pompas fúnebres. El reconocimiento, señores, en vida, no cuando están en los Campos Eliseos. He citado toda mi vida a otros autores, a Tanaka, a Alberto Adrianzén en Hacia la tercera mitad, escrita en Tahití, antes de conocerlos personalmente. Sí, pues, se me han pegado los saludables hábitos europeos. Sé que citar a otro en Lima es declararse o un sobón o coincidir ideológicamente con el citado. El mundo de las ideas no funciona así. Pero en Lima es el qué dirán. Y en consecuencia, el prudente y calculado silencio. El resultado es que intelectualmente nos empobrecemos.
Dije en vida de Javier Tantaleán, en el diario La República, en un comentario a ese vasto trabajo suyo, Virú, «Virú. 12 mil kilómetros de Historia» (2004), que era un sabio, cargando una cruz. Un sabio aprista. A Cotler, no solo lo he citado, en clases y en mis libros, y en uno de ellos (¿Qué es Nación?) al llegar al capítulo sobre México, que desarrolla sus aldeas rurales, tomé no unas líneas sino varias páginas de un trabajo etnográfico de Julio sobre San Lorenzo de Quinti, y un estudio de Fuenzalida de Huayapampa, para compararlos con Apatzingán, próspera aldea mexicana.
Para mí, los que se han ido no son espectros sino sabios que siguen vigentes. Claro está, la realidad se mueve, pero no del todo. Gonzalo Portocarrero se ocupó «del rostro criollo del mal». De estar en vida se ocuparía del «rostro andino del mal». Me refiero a la vivezas y astucias de Gregorio Rojas, que luego de exigir la libertad de sus asesores, ahora dice que «ellos les instaron a bloquear el paso de los vehículos de la minera en Las Bambas» (El Comercio, 5/4/19). Los abogados Jorge y Frank Chávez Sotelo se llevan la amarga sorpresa de que los comuneros no les son leales. Esos andinos, los de hoy, no son los campesinos de las tomas de tierras de los años sesenta. Y los informales urbanos también han cambiado. Una señora malcriada le pega una bofetada a un policía de tránsito, y jaladores tienen el cuajo de arrancar los carteles que clausuraban el local ubicado en la urbanización Fiori, permitiendo que subieran al bus de la muerte. El no respeto a las normas y leyes, es corriente. El ventajismo y la pendejada se han democratizado.
En algo tiene razón el ecléctico Gregorio Rojas, «ignorábamos que era un delito». Sí, pues, no hay clases de civismo en nuestras supuestas escuelas públicas. Supuestas: no hay educación del soberano, o sea el pueblo, desde hace treinta años. Educar se hace con cursos. En Perú no existen. No hay Lógica, ni Gramática, ni nada. Se enseña por áreas. Un invento peruano. Una suerte de tacu-tacu. Sobre el desplome de la educación, para otra crónica. Sin eufemismos.
Ante los que se han ido, ¿por qué no los leen? Deberían hojear sus obras, porque este país no cambia. ¿O creen que la matriz colonial, que establece Cotler hasta nuestros días, ha cesado? El caso Las Bambas se soluciona —por el momento— cuando interviene un cura, un político y un cacique local. La triología sagrada del poder efímero.