Rocío Valverde
Memorias que ni recordaba
En la sala de emergencias de un hospital
En esta temporada de fiestas y celebraciones mi suegra le dio a mi esposo Guil la orden de desocupar completamente su habitación de estudiante, que lleva completamente abandonada desde hace más de cinco años. "¡Vaya Scrooge!", refunfuñó Guil.
El polvo sobre el librero, dos cassettes y unos DVD de comedias de stand up, ahora disponibles en la web, nos dan cuenta de que esta orden de desalojo ha sido pospuesta por muchos años. "¡Vaya sinvergüenza!", repliqué yo. Sin saberlo, ella le dio un regalo prenavideño, el obsequio de recobrar sus memorias.
"¡Shh, shh! ¡Kiaa!", se desgañitaba Guil. Las espadas y el bastón bõ apilados en una esquina de la habitación le recordaron a Guil la época en la que él practicaba Taekwondo y era asistente del instructor. En esa pila llena de telarañas encontramos también sus primeras muletas, aquellas que tuvo que utilizar la primera vez que se dislocó la rodilla.
"¿Recuerdas el sonido que hizo tu rodilla?", le pregunté. Él dijo solo poder recordar el dolor y que el hombre con el que peleaba era mucho más grande y pesado que él. "Creo que puedo ganarle", pensó Guil en un estado primitivo animal. El frío de la lona es su siguiente memoria.
Llamaron a una ambulancia; pero pasaban los minutos, hasta que sumados hicieron una hora y el socorro aún no llegaba. Era sábado en la noche y los jóvenes intoxicados por el alcohol y la fiesta hacían el tráfico imposible. "Es una noche muy movida", dijo un vozarrón que provenía de un coche amarillo. Un hombrecillo bajito y de huesos anchos bajó del coche como pudo y le dijo a Guil que tenía dos malas noticias y una buena. Sin embargo, él no iba a poder elegir el orden en el que las iba a escuchar. Por regla personal iba a empezar con las malas.
La primera era que no había ambulancias disponibles, así que se tendría que transportar por sí mismo al hospital. La segunda era que no podía administarle nada más que un poco de gas, mientras empezaba la cuenta hasta tres. "Solamente contó hasta dos", dice Guil como reviviendo el momento.
La buena noticia es que estaba en manos de un paramédico que casi siempre lograba recolocar las rodillas a la primera. Habiendo cumplido su misión, le tocaba ir a ver a visitar a otro accidentado.
Guil tenía que ir al hospital porque la rodilla se le había hinchado tanto que la costura del dobok parecía estar a punto de dar de sí. Saltando a la pata coja llegó hasta el coche de su madre y partieron hacia urgencias.
En el hospital había gente con quemaduras, personas cuyas roturas de hueso parecían formar constelaciones y niños en sillas de ruedas que mostraban una tranquilidad de cotidianidad. Nada más triste que la costumbre al dolor. El embutido que Guil tenía por pierna no parecía tan grave en comparación.
Mi suegra colocó a Guil en una silla y comenzó a darle conversación al hombre sentado a su lado. El pobre le contó que se había dislocado el hombro levantando pesas en el gimnasio de la prisión. En ese momento pudo ver que su muñeca derecha estaba esposada a la muñeca izquierda de un policía sentado a su lado.
Cualquier persona que no conozca a mi suegra pensaría que la conversación terminó allí, quizás con un poco de incomodidad, una risa nerviosa o con sus ojos buscando los de su hijo para que este le tire un salvavidas, ojos de di-algo-tú, que-al-menos tienes-un-tema-en común del-que-hablar. Pero esa no es mi suegra. Lorearon, en vez de hablar hasta que por fin vino un doctor a revisar a todos los pacientes con huesos sospechosos. "La máquina de rayos X no funciona. Tendrán que regresar mañana", dijo el médico.
"Que noche para rara", suspiró Guil y continuó su pelea con el viento. ¡Kiaaa! ¡Shh,shh!
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