Juan C. Valdivia Cano
Los desfiles escolares y la educación cívica (II)
Se debe cambiar el ethos tradicionalista y premoderno de la mayoría
Para proponer una solución a una cuestión seguramente no basta con enunciarla escuetamente. Es necesario un discurso consistente que lo justifique. Solución significa disolución y para disolver un problema hay que plantearlo primero clara y distintamente (como dijo Descartes, que algo sabía de esto). Eso no ahorra la necesidad de dar alternativas específicas sobre lo que hay que hacer (soluciones concretas, recetas) en este caso a propósito de un sustituto de los desfiles escolares que adoptan el modelo castrense de comienzo a fin. La pregunta que podemos hacer es: ¿y qué hay con los valores democrático republicanos como la libertad y la dignidad?
No se trata de dar recetas. Eso implicaría que son los adultos, una vez más, quienes van a decirles a los estudiantes ─que viven el problema en carne propia─ con qué pueden o deben sustituir los desfiles militarizados, en el caso feliz que fueran suprimidos. Habría que preguntarles a los estudiantes, partir de ellos, aunque después haya que trabajar y discutir sus ideas y propuestas, como en cualquier otro caso. Tal vez deciden no sustituirlos con nada, o no se les ocurre, o no quieren hacerlo, debido a la calidad de su educación.
Descartamos desde ahora la necesidad de sustituir el rito de los desfiles escolares militarizados por otros ritos o ceremonias no militarizados, pero igualmente formalistas y esclerotizadores. La otra alternativa es la búsqueda de una fórmula liberadora contra el rito y la ceremonia militarizados. Y por eso vamos a empezar intentando plantear sintéticamente algunos aspectos del sentido del rito y la ceremonia en general. Y luego, o simultáneamente, si la alternativa a los prescindibles desfiles emerge espontáneamente del discurso, dejar que sea el discurso mismo que la señale. Lo que queremos es plantear el problema.
¿Qué se celebra?
Dejando de lado por el momento lo que debe ser, abordaremos sólo lo que en la práctica ocurre. Y lo que ocurre es que en la región, por ejemplo, sólo hemos leído a dos colegas que han tenido actitudes críticas frente a los desfiles escolares en estos últimos años. Es tan raro, que Jaime Estruch se sorprendió gratamente al coincidir plenamente con el otro colega que se había ocupado de dicho tema, Jorge Bedregal La Vera, excelente historiador arequipeño, a cuyo punto de vista se sumaba felicitándolo. Nos alegra hacer lo mismo y coincidir con ellos: “Nos sumamos totalmente al criterio expuesto, señalaba Jaime Estruch. Creo que en estos momentos de reforma educativa, también debemos buscar creatividad no sólo en los alumnos, sino también en las autoridades del sistema educativo (…) En el pasado, el famoso gallardete militar sirvió para despertar rivalidades entre los planteles de la ciudad, más no para despertar y fomentar el verdadero sentido patriótico del alumno (…). El articulista sugiere muy atinadamente descubrir nuevos métodos que sean eficaces y más de acuerdo con la formación cívico patriótica del escolar, sin que tenga que alterar horarios, suprimir horas de clase, y sin que se tenga que someter al masoquismo de un desfile con todos los inconvenientes que suponen su organización, todo para halago de unas autoridades cómodamente instaladas para ver pasar cadenciosamente a escolares premiándolos con aplausos que representan poca cosa, para todos los sacrificios de la preparación del desfile de una juventud que requiere otros sistemas más significativos de formación cívico patriótica”.
En las fiestas patrias da la impresión que lo que se celebra no es ni la patria, ni los valores patrios, ni los próceres ni los héroes. ¿Alguien piensa en ellos con veneración? Que levante la mano. Los valores patrios se han ritualizado tanto que sólo se viven simbólicamente, cada domingo a las nueve después de la misa y el 28 de julio, lo cual es comprensible en una cultura claramente formalista. Inmediatamente después del desfile… todo vuelve a la normalidad, desde los veinte soles para evitar la papeleta del policía de tránsito, hasta los muchos delitos con gobierno involucrado al más alto nivel. ¿Cómo puede ser un pueblo sumamente patriota y a la vez generalizadamente corrupto?
Los desfiles son una especie de autohomenaje de (y a) las fuerzas armadas contemporáneas ─las fuerzas armadas del pasado ya no están─ que son quienes representan o encarnan el patriotismo en la imaginación popular. La gente los aplaude el 28 de julio, aunque habría que hacer una buena encuesta para ver por qué lo hacen. La realidad, sin embargo, es otra: por ejemplo la del general Edwin Donayre, el general vencedor del Cenepa, el general Malca, el almirante Giampietri y los hermanos Humala, especialmente Antauro, etc., etc.
El escritor Alfredo Bryce Echenique dijo que el cantante peruano Juan Diego Flores es un verdadero patriota. Probablemente no aludía a un concepto castrense de patriotismo, que es el de las fuerzas armadas y de la mayoría peruana. Al aludir a las fuerzas armadas de Grau y Bolognesi, las actuales se incluyen a sí mismas sin importar el grado de heroísmo y calidad humana alcanzado por los dos héroes, ni el nivel de corrupción alcanzado por las fuerzas armadas actuales. Todo se mete en un mismo saco. Así se benefician ellos mismos poniendo a Grau y Bolognesi a la altura de las fuerzas armadas peruanas de hoy. Y en ese homenaje, que en realidad es un auto homenaje por debajo de cuerda, colaboran obligatoriamente los escolares de todo el país.
Dignidad
Sin embargo, lo que debiera celebrarse esencialmente el 28 de julio, está condensado en dos palabras sanmartinianas fundamentales: libertad e independencia. Y eso lleva al principio que sirve de asiento a todos los Derechos Humanos: la dignidad. La palabra “dignidad” que alude a un valor jurídico moderno fundamental, como hemos visto, no es una palabra gaseosa o vaga, buena sólo para los discursos en los que no se la define nunca. Kant, parece el primero que lo hizo y su definición fue adoptada en las constituciones democráticas: la capacidad jurídica y de hecho para decidir el propio destino: autonomía e independencia. Este término jurídico no debiera ser confundido con alguna norma o regla moral, como suele ocurrir. Cuando el hombre ilustrado europeo adquiere conciencia y asume su ser singular, es decir, único e irrepetible, y cuando sospecha que como especie consciente puede estar solo en el universo, se siente dueño de su destino, sólo compartido con el azar y las circunstancias, cuyo peso nadie negará.
Como cuando el joven abandona el hogar paterno para mantenerse y desarrollarse independientemente. Lo que supone más responsabilidad, pues ahora ya no está el que la asumía siempre. Es obvio que como sociedad no hemos dejado el hogar paternal, no hemos llegado a la edad de la razón. Eso ocurrió en el mundo europeo; no ha ocurrido entre nosotros, hispano-andinos. Los europeos pasaron de una etapa teológica a una etapa escéptica y crítica y crearon una civilización: la civilización moderna.
Ese hombre llega a considerarse digno, es decir, merecedor de darse sus propias normas y principios, al regular su vida social e individual independientemente de las normas religiosas o morales ─o de otros ordenamientos tradicionales ─ a partir del derecho moderno. El Estado se separa de la Iglesia. El hombre es consciente y libre, virtual o realmente, y merece señalar sus propias metas: es digno de ello. Ejercer esa autonomía se llama dignidad Nuestro país no ha tenido ni Ilustración, ni Reforma, ni Renacimiento, ni Empirismo, ni Racionalismo, ni proceso de Individuación (principium individuationis); en suma, todo lo que hizo a Europa moderna. No siempre lo fue. No tiene carácter natural, sino histórico, praxiológico y creador.
“Somos hijos de la Contrarreforma” (1990:1) quiere decir de espíritu antimoderno y enemigo del cambio sustancial: el cambio de cosmovisión o de paradigmas. Hasta ahí no llega la revolución. Lo que falta hacer con la dignidad, la libertad y la igualdad ante la ley, es luchar porque dejen de ser valores sólo formales en el Perú. Y de ahí que una campaña de sustitución de los desfiles escolares puede ser muy significativa. Hay que sembrar en la niñez y la juventud los valores democráticos y republicanos, los valores cívicos que muchos confunden con la formación militar hecha para la guerra. Predicar la educación en valores no tiene sentido si no se dice de qué valores se trata, cuáles priorizar en caso de conflicto y por qué. Reinventemos nuestra primera Constitución internalizando sus valores.
Veamos el otro lado: los ritos y ceremonias, la “fijación por ritualización”.
Ritos y ceremonias
Rafael León, ilustrado articulista peruano, cuenta que en una excursión turística por una aldea alto-andina, acompañado de un turista español, pudo ver un desfile de unos estudiantes primarios de una escuelita fiscal lugareña, que marchaban gallardamente con metralleta (de madera) en mano. Ante este espectáculo el turista exclamó: “¡esto es educación fascista, majo!”. Lo que trajo a la conciencia el hecho que este tipo de ritos han terminado por ser una cosa normal o inofensiva para todos los que hemos nacido y crecido viendo dicho espectáculo. Se ha hecho “natural”, lo cual es paradójico, cuando menos; amén de haber participado como actores involuntarios durante los diez años o más que dura la época escolar. Y de ahí que en el caso del desfile de los niños de la aludida escuelita fiscal, hubiera necesidad del comentario del turista español para esclarecernos súbitamente sobre ese hecho. Esto y muchos signos más hacen notar lo discordantes que somos los peruanos con los principios fundamentales de la República y de la Democracia. Esto trae consecuencias, obviamente.
El primer punto a tener en cuenta es que la mayoría en el Perú, así como aprueba la pena de muerte, aprueba linchamientos, escuadrones de la muerte, desfiles escolares militarizados, llegando en muchos casos a elevarlos a la categoría de virtud patriótica por excelencia: se es patriota porque se desfila más y mejor, aunque de lunes a viernes se porte como un abominable representante modo trafa, fraude o corrupción. ¿Y la paz social no es un valor jurídico social? Parece que ha pasado a ser políticamente incorrecto hablar de ella. El patriotismo dura lo que dura el himno nacional.
En la frontera peruana, por ejemplo, a las seis de la tarde, todos se quedan muy tiesos al escuchar el himno nacional. Pero apenas termina de sonar la última nota… todo vuelve a la normalidad y ya sabemos cómo es esa “normalidad”. Luego, las primeras preguntas tal vez debieran ser: ¿qué hacer con esos seudo valores patrióticos? ¿con qué sustituirlos? ¿cómo? Lo que sabemos es que es un asunto de educación. El odio al otro, al vecino, al prójimo, peor aún si es fabricado, no puede llamarse patriotismo. Todo eso lleva a insoslayables cuestiones: ¿qué es el patriotismo, a fin de cuentas? Si el rasgo inequívoco de patriotismo es el cariño o amor a la patria, entonces el odio al vecino no es patriotismo. Se puede odiar al vecino sin necesariamente amar a la patria. Y no se ama a la patria por levantar el pie más alto que otros.
El re-sentimiento no es prueba de amor sino todo lo contrario: odio impotente, auto envenenamiento. Contrarium sensu: se puede amar a la patria sin odiar al vecino. Y si fuera así, los ritos y ceremonias militarizadas serían una señal equívoca. ¿Cuál es su finalidad real? ¿Su contenido real? ¿Qué sentido tienen? ¿Por qué y para qué existen realmente estos ritos y ceremonias? Como todo esto se ha hecho “natural”, ya casi nadie pregunta. Patriota solo puede ser quien lo muestra con la excelencia de sus actividades, ocupaciones, profesiones u oficios: una buena madre, un buen ministro. Alejandro Olmedo, José Luis Bustamante, Mario Vargas Llosa o Mariano Melgar, para nuestra región. En general, todos los peruanos que han sido capaces de dar un ejemplo, aún sin proponérselo. Un patriota es alguien que ama a su patria y está agradecido con ella. Por eso no puede menos que agradecérselo retribuyéndole con los mejores frutos de su educación, de su brazo y de su valor personal. Ama a su patria quien la hace quedar bien. El nacionalista puede odiar mucho al vecino. Eso no es una prueba de amor.
Antes de dar respuestas que sugieran de buenas a primeras lo que se debe hacer en esta circunstancia concreta, preferimos lanzar una hipótesis de trabajo respecto al sentido ─oculto probablemente para esa mayoría─ de los desfiles, ritos y ceremonias. Sin afán de originalidad, la tomamos del novelista japonés Abe Kobo, que traducimos del francés: Para obtener, a una señal dada, una reacción idéntica de todos los miembros de un mismo grupo, parece mucho más eficaz dar previamente un estilo a la reacción. (1986: 48). El reaccionario no actúa propiamente sino que re-acciona frente a lo nuevo, frente a los problemas nuevos, con brutalidad manifiesta o finamente velada. No tiene estilo propio, se lo dan, por esclerotización, los ritos y ceremonias.
Lo importante está entonces en esto: dar un estilo a la reacción (1986: 50). Se trata, dice Kobo, de una fijación por ritualización (1986: 50). Cuando leemos fijación no podemos dejar de pensar en nuestros países y no solamente en los desfiles escolares. Porque en el texto del novelista el término fijación no significa concentrar la atención en algo, sino estar uno mismo fijo o más bien fijado a algo: como una mariposa disecada atravesada por un alfiler. Rigidez y seriedad gestada en el miedo: El miedo acartona el cuerpo y hace estúpida el alma.
Basta tener en cuenta la trágica terquedad con que los peruanos cometemos una y otra vez los mismos errores para hablar con pertinencia de fijación, aunque sea ampliando su sentido: en economía, en política, en educación, por ejemplo. Por esa “fijación por ritualización” que constituyen los desfiles, se descartan de hecho otras alternativas, sobre todo si son liberadoras. Se prefiere repetir una vez más y siempre lo que siempre se hizo y en la misma forma, o con otra. Lo importante aquí es que se le eduque a la gente en la obediencia formalista. La alternativa a la sumisión es la liberación del alma a través del lenguaje. Para Kobo este último es una estimulante clave de individualización.
La liberación es también encuentro y reconocimiento de lo que uno mismo es como singularidad: “El hombre ha llegado a utilizar como signo estimulante no solamente los objetos o los acontecimientos, sino también, simultáneamente, un signo de tipo digital que es el lenguaje. “(1986: 49). El animal tiene un programa muy claro y preciso sólo que “cerrado”, dice Kobo. Pero una vez que uno corta con ese programa cerrado encuentra, gracias al lenguaje, la clave de un programa abierto que autoriza las reacciones individuales, es decir, las de seres singulares, únicos e irrepetibles. Un país ─o una persona─ es exactamente equivalente a la calidad con que sus gentes se sirven del lenguaje. El lenguaje no sirve sólo para controlar al grupo sino también para estructurarlo. “Gracias a esta clave de individualización que es el lenguaje, el hombre ha podido estructurar el grupo y realizar una socialización compleja” (1986: 49).
Eso no ocurre en los pueblos que no han dado con esa clave, por así decirlo. Allí los problemas de lenguaje no se reducen a la paupérrima capacidad de lectura; empieza por la ignorancia de su valor y complejidad, de su carácter simbólico, es decir interpretable, laberíntico y polisémico. La socialización compleja es lo contrario de la masificación rebañega, que es enemiga de lo singular, de lo único e irrepetible, de la persona humana. La sociedad civilizada, la sociedad democratizada, no niega sino que reivindica y está conformada por una suma de personas, de seres singulares que pueden vivir en comunidad. Y cuando no hay respeto a la singularidad o a la diferencia, no hay respeto a la persona humana, que es intrínsecamente singular.
Lo que alienta el patriotismo realmente existente no es el amor a la patria sino el odio y el resentimiento (nunca reconocido, nunca hecho consciente). Para querer a la patria, para ser un patriota de lunes a domingo hay que mostrarlo de lunes a domingo. El nacionalismo en esta época es un crimen para los pueblos: separa y genera un odio que puede ser incontrolable: tribaliza, estupidiza, se hace barra brava. Es, además, artificial, un producto del siglo XIX europeo inflado por las autoridades demagógicas, los poderes económicos, los plumíferos irresponsables, los políticos sin ética y demás interesados.
Se sostiene el nacionalismo en un sentimiento arcaico y obsoleto: el instinto tribal, que ahora renace en forma de masificación y barra brava (un partido de fútbol sin importancia, paraliza la nación, ¿cómo será si el equipo se clasifica este siglo o el otro?). Lo que hay que desarrollar es la crítica del nacionalismo y del patrioterismo castrense como ideología trasnochada, del patrioterismo revanchista. Eso es incompatible con una educación cosmopolita y bien abierta al mundo para las nuevas generaciones, sin odios fratricidas.
Conclusiones parciales
Una contradicción como la que sufrimos (entre los valores de nuestro sistema jurídico constitucional formal y los valores sociales realmente existentes) genera inestabilidad política, que a su vez produce inseguridad jurídica, pobreza y violencia, entre otras cosas, es digna de ser resuelta. José Carlos Mariátegui, uno de cuyos libros se llama Peruanicemos el Perú, dijo algo que sigue siendo válido hoy, que “no hay salvación para Hispanoamérica sin la ciencia y el pensamiento europeos”. (1975: 57). Y dijo también: “He hecho en Europa mi mejor aprendizaje” (1975: 58). Eso no lo hizo menos sino más peruano, en el mejor sentido: en el de universalidad. Lo que no es posible desde una mezquina visión nacionalista o regionalista, que parece más bien un rezago de ancestral (falta de) mentalidad: tradicionalismo, vuelco al pasado, rechazo al cambio, etc. Lo cual no significa que la globalización es una bendición, depende de cada país en convertirla, o no, en una ventaja y eso depende de la calidad de su educación: hay que dejar los dogmas e inventar soluciones posibles o pensar en las soluciones de los países exitosos, crítica y creativamente.
La modernización empieza por el espíritu. El espíritu moderno es crítico y autocrítico y eso explica sus consecuencias. Quien analiza a fondo ─sin autodefensa─ sus errores camina al éxito, con o sin ayuda. Lo malo es que nuestro espíritu hispano andino no es precisamente moderno. Eso no es ninguna ventaja para nosotros, salvo en la comida o el folclor. ¿Acaso hay otra alternativa para nosotros que la renovación del ethos tradicionalista y premoderno de la mayoría? ¿Y cómo podríamos modernizar el Estado, la educación, la economía, etc., sin modernizar primero al modernizador?
Tendríamos que empezar por ser coherentes en el plano de los paradigmas, principios o valores con los que educamos a los hijos. Tiene que haber consistencia entre los valores de la Constitución y las creencias y valores de la sociedad civil porque si no, ocurre lo que está ocurriendo en la educación peruana. Si nos decidimos por unos valores alguna vez, tenemos que dejar de lado los otros valores, cuando exista incompatibilidad. Y no la neguemos si la hay, imitando al avestruz. La buena fe es indispensable. La democracia obliga. ¿Vamos a regir nuestra vida social por los valores de la Constitución, que es de todos, o por los valores de la Iglesia Católica, que son de una parte aunque sea mayoritaria?
Buenos tradicionalistas: cuando hay conflicto preferimos la norma moral o eclesiástica, a la norma jurídica, aun sin admitir, o sin notar, que colisionan. ¿Para qué está el principio o la norma jurídica entonces si no es autónoma y si no es prioritaria? ¿Para qué está el derecho la constitución y las leyes? ¿Deben subordinarse a una moral por ser mayoritaria? No es cuestión de mayorías ni minorías. Los problemas de valores jurídicos no se resuelven por mayoría.
Preferimos soñar con la conciliación entre valores incompatibles para mantener la “modernización tradicionalista”; término que expresa bien la enorme contradicción ideológica o educativa que viven nuestros pueblos: querer ser modernos sin dejar de ser tradicionalistas. Y resistirse a aceptar la incompatibilidad. Eso imposibilita que podamos constituir una verdadera República, es decir un orden laico, democrático, social e individual. Donde el respeto a la dignidad de la persona humana es el valor supremo.
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