Raúl Mendoza Cánepa
Lo que le gusta a la gente
Mentimos al decir que queremos cultura en la TV
El fariseísmo sirve para la tribuna, pero el contenido de lo que pensamos es diferente. Un ejemplo es lo que dice Claudia Izaguirre en una franca columna en Perú21. Decimos que queremos más cultura y menos farándula, pero consumimos lo que nos gusta. De allí que lo políticamente correcto no venda y que muchos medios caigan “sin entender la razón”.
Izaguirre nos cuenta: “Recordé estudios en los que participé, en los que al dejar solos a diferentes grupos de consumidores de medios se concentraban en espectáculos, farándula y deportes; y pasaban por alto, salvo contadas excepciones, las secciones culturales. Pero apenas volvía el moderador del grupo y les preguntaba qué piensan que debe ofrecerse y fortalecerse en los medios, casi al unísono respondían: ¡cultura!, ¡falta cultura!”
Por desgracia la guerra entre la cultura y el consumo está irremediablemente perdida para la primera. Un diario opta por darle espacio a la cultura —restando a la desnudez, a la farándula o el deporte— y pierde lectoría; y con la lectoría, a los anunciantes. Sé de suplementos culturales en medios grandes que no tienen financiamiento propio, que son subsidiados y apenas leídos por una élite tan pequeña que, para el inversionista de la información, se tornan en un lastre. La fuerza de gravedad es más poderosa que los buenos deseos.
Las salas teatrales cierran, salvo que hagas teatro comercial o seas sexy-sugerente en lo que muestras. Nadie iría a ver “Cuando Nietzsche lloró” en Lima, como sí llenó butacas en Buenos Aires (diferente formación). El teatro es el pariente pobre de la cultura, como lo es la poesía y como lo es el buen cine. Por desgracia, en el Perú no hay lugar siquiera para hablar de “parientes pobres”, porque la cultura toda es, per se, la paupérrima expresión de nuestra vida social ¿Cuánto tiempo se mantiene en cartelera un buen drama? ¿Cuánto venden nuestras librerías al margen de la autoayuda? ¿Se han creído el cuento de la revolución en las pantallas televisivas estatales? Siempre olvidamos que estamos en el Perú, un país donde los diarios se leen de atrás para adelante y donde gran parte del éxito de una revista o un diario depende de una “foto sexy”, de una receta para el ceviche o de la profundidad con la que se cubre un partido de fútbol.
Hablamos de cultura, la reclamamos para los diarios y para la televisión. Pero el chip que domina nuestros impulsos es primario, define el consumo sin relación con el guion genial, el poema excelso, la novela compleja, la fina danza o el bello canto. Peor, en el mundo del tiempo real y del Facebook, la cultura es una nota al pie y las noticias se bastan en 140 caracteres (¿Para qué buscar más si lo podemos tener rápido y a vuelo de taxi?).
No es que las redes sociales estén aniquilando a los diarios por la evolución inexorable del desfase; ocurre simplemente que los medios y la cultura no saben adaptarse a los tiempos que corren. Es un problema de comprensión, adaptación y velocidad. No se trata de derruir la cultura o la información, sino de saber cómo presentarlos. Hace un tiempo y por azar me capturó un episodio de “Sucedió en el Perú”; el estilo fresco de Norma Martínez para conducirlo y la calidad de la edición bastaron para cautivarme. Cuando la cultura entretiene, llama; pero ¿cómo hacemos entretenida la cultura? Gran desafío para los creadores, para los editores culturales, para los que hacen cine: gustar sin perder la esencia para el fino paladar.
Izaguirre dice: “Me refiero especialmente a esos que se la pasan criticando contenidos ‘basura’ y reclamando contenidos culturales en los medios, pero en la vida real ni los miran”. Vamos, despercúdanse, sean sinceros. Chillamos por Esto es guerra y mascamos palomitas mientras reímos cuando un zombie es masacrado en la pantalla.
Mentimos al decir que queremos cultura, cuando lo que queremos es goce. Pero, ¿no puede ser la cultura alguna vez la extensión de ese goce que día a día tanteamos para enriquecer la existencia? Entre la adaptación creativa y el cambio de chip del consumidor reside el gran dilema de la cultura y de su futuro.
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