Guillermo Vidalón

Lo que el pueblo diga

Lo que el pueblo diga
Guillermo Vidalón
24 de junio del 2015

En el nombre del pueblo se han empleado muchas falacias “ad populum”

Es muy común que los actores políticos empleen la consabida argumentación de que harán “lo que el pueblo diga”, pero sucede que la función del político no es precisamente hacer lo que le indica determinada coyuntura; en cambio, sí deben hacer docencia del ejercicio de la política y asumirla en concordancia con lo que haría un estadista. De seguro es más fácil decirlo en tanto que concretarlo resulta más complejo.

Aristóteles, el filósofo griego que vivió entre los años 385 a 322 antes de Cristo, escribió un tratado acerca de la Política, de la responsabilidad que ella implica, de lo que consideraba el mejor sistema de gobierno para garantizar una convivencia en sociedad.  Sin embargo, a lo largo de la historia, siempre hubo quienes optaron por el fácil argumento de “La voz del pueblo es la voz de Dios”.

En el nombre del pueblo se han empleado muchas falacias “ad populum”, argumentaciones que sirvieron para engañar y, también, muchas veces, encubrir aquello que ciertas personalidades desean que salga de la atención de la ciudadanía. Falacias fueron y son las expresiones empleadas para conseguir un fin distinto del que realmente se persigue.

Por ejemplo, fueron decisiones políticas las que concretaron la revolución francesa en 1789, precisamente el 14 de julio con la toma de la Bastilla. Más allá de la importancia de la caída de la monarquía absolutista de Luis XVI, en 1792, y su posterior ejecución en 1793, quienes ejercieron el gobierno hasta el golpe de Napoleón Bonaparte en 1799, argumentaron una y otra vez que la revolución respondía a los elevados intereses de la nueva república y arrastraron al grueso de la población tras sus intereses.  El mensaje psicosocial empleado entonces fue “igualdad, libertad y fraternidad”. Lamentablemente, fueron miles los franceses que perdieron la vida en dicho periodo, demostrando una vez más el distanciamiento existente con los elevados ideales de la Política. No obstante, los políticos seguían proclamando que hacían la voluntad del pueblo.

En febrero de 1917, la monarquía zarista Rusa fue depuesta y, posteriormente, en octubre asumieron el poder los comunistas. En este caso, millones de personas fueron asesinadas por el dogmatismo ideológico de Lenin y Stalin principalmente; no había espacio para la discrepancia u observación alguna, o estaban con ellos o eran considerados traidores a la causa revolucionaria. En esta trágica experiencia, los líderes políticos de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, también argumentaron hacer lo que el pueblo quería.

En 1933, Adolfo Hitler llegó al poder y se convirtió en el Canciller de Alemania. Sus capacidades oratorias encandilaron al pueblo. Todo poder y decisión emanaba del pueblo y él era el representante por medio del cual los alemanes alcanzarían sus aspiraciones. Creyeron que su líder emergente representaba el pasado, el presente y la proyección futura de una raza superior. El pueblo quedó ensoberbecido y obnubilado por quien le dijo lo que quería escuchar y, finalmente, fue el gran sacrificado.

En el Perú, hace poco más de dos décadas, líderes terroristas mesiánicos argumentaban responder a los intereses del pueblo, ¿Será que por eso que lo sacrificaron inmisericordemente?, primero empobreciéndolos, luego aterrándolos y asesinándolos.

Volver a escuchar que las decisiones políticas se hacen en función “a lo que el pueblo diga” es ciertamente preocupante. Mientras que otros líderes sudamericanos reafirman su decisión de hacer docencia de la Política y, si fuese necesario, asumir el riesgo de la impopularidad, por acá seguimos el camino de la insensatez.

Por Guillermo Vidalón del Pino

24 – Jun – 2015

Guillermo Vidalón
24 de junio del 2015

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