Raúl Mendoza Cánepa

Llámalo amor si quieres

¿Nos da miedo entregarnos al amor?    

Llámalo amor si quieres
Raúl Mendoza Cánepa
04 de febrero del 2019

 

En “Quisiera ser tu predilecta almohada”, Silvina Ocampo nos recuerda con desgarro la mutilación del vínculo que concluye sin que el amor haya muerto: “Huir de la ansiedad que está en mis quejas, / poder a veces ser lo que soy, nada, / no tener nunca miedo de perderte / con variación y honda infidelidad, / jamás llegar por nada a concederte / la tediosa y vulgar fidelidad / de los abandonados que prefieren / morir por no sufrir, y que no mueren”. Quizás la postmodernidad nos plantea el individualismo como una forma de huir de lo que alguna vez fue el ideal caballeresco, y que tornó luego en ejercicio sadomasoquista: el amor romántico.

Leía un artículo de El País (España), de María López Villodres (“¿Por qué hemos perdido la motivación de vivir en pareja”, del 3 de febrero de 2019), en el que se nos alerta que el deseo de vivir en pareja, formar una familia y, peor aún, el amor romántico, se han desvanecido en favor del individualismo. La autora nos obsequia algunas estadísticas de España que, quizás, sean un reflejo del mundo. ¿Nos da miedo entregarnos a las fauces del amor? Quizás el romanticismo adolorido de la segunda posguerra del siglo XX nos regaló la idea hollywoodense de un amor que sufre, que es temor, pérdida, rivalidad o rechazo, pero que finalmente triunfa. Sin embargo, la vida no es como la pintan las películas y los finales felices de las telenovelas solo sirven para el sueño.

La vida real es otra cosa, y como las personas no son como las idealizamos, sino un menjunje de todo aquello que nos puede finalmente pinchar o cortar, aspiramos a la tranquilidad. La ataraxia de Epicuro tiene algo de esa sana complacencia, como lo que reclamaba Periandro de Corinto, uno de los Siete Sabios de Grecia: “la tranquilidad”. Las idealizaciones que nos hacemos sobre los otros son engañosas y llaman al dolor por expectativa. De allí que el fin del amor romántico se haya sumado a la extinción de los “grandes relatos” (Lyotard); esos que nunca nos llevaban a alguna parte.

“Vivimos juntos, pero queremos el yo”, dice López Villodres. La vida individual, materialista, hedonista, resulta hoy menos problemática que la que nos propone el viejo romanticismo que, si no lo olvidan, rescató a Madame Bovary de una vida aburrida solo para llevarla al suicidio.

Bauman es más práctico con el concepto de la modernidad (que abarca al amor) y concluye, en palabras del sociólogo español Luis Ayuso que “el amor es líquido: ayer te quería y hoy se ha acabado. Así se entiende que el matrimonio, basado en el amor, es inestable”.

Ya tenemos dos visiones. El amor debe ser eludido para no poblar nuestra piel de heridas. El amor simplemente dura lo que el asombro, es fugaz. En síntesis, el amor dura poco aunque duela; y por tal, torna al matrimonio en innecesario. Así volvemos al “yo”, a esa integridad única que se defiende de los sentimientos peligrosos y del infierno de los otros, desintegrándose, erotizándose o buscando fórmulas que nos preserven, pero sobreviviendo: el poliamor es una de las fórmulas. Incluso ya asoman artilugios que operan como puentes fáciles de no pocos y que son observados con naturalidad por todos. Tinder, por ejemplo.

La indiferencia y el disfrute material no dejan de ser un mecanismo de defensa ante el dolor. Ni el arte ni la novela ni el cine (salvo con el disfraz de comedia) parecen ya interesarse en  el romance clásico, viejo cliché de algunos que leen a Bécquer o, con candor, traman que ese gran milagro que llaman “amor”, está a la vuelta de la esquina. La vida es solo lo que aparece a los ojos, así a  lo bruto, sin simulacros ni espejismos, para susurrarnos como a Periandro: “¡Qué bella es la tranquilidad!”.

 

Raúl Mendoza Cánepa
04 de febrero del 2019

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