Manuel Gago
La multitud y la crucifixión de Jesús
Las profecías tenían que cumplirse
Poco después de que la muchedumbre le diera apoteósica bienvenida a Jesús en Jerusalén, el mismo gentío pidió a voz en cuello la crucifixión del Mesías.
Palmas, en señal de júbilo, llenan las calles por donde pasa el asno y su carga divina. Sobre mantos extendidos en el piso. “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!”, claman abiertamente. El Salvador ingresa victorioso a la ciudad, aún cuando representa un peligro para los romanos invasores y el Snedrín, el consejo supremo de los judíos. Son los días de Pascua (Pésaj), de la gran celebración judía que recuerda la liberación de los hebreos de la esclavitud de Egipto. La ciudad está colmada de hebreos que llegan de todos lados, en peregrinaje hacia el Templo de Jerusalén.
No obstante la algarabía, los seguidores escuchan consternados a Jesús. “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Más para esto he llegado a esta hora. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera”. Así es como Cristo anuncia su muerte, la que fue profetizada 700 años antes. “Las manos y los pies del Mesías serán traspasados”, se lee en Salmos 22:16. “El Mesías será rechazado”, en Isaías 53:12.
Cuando una mujer derrama perfume de nardo puro sobre el Mesías, se manifiesta el sentimiento de las personas. “Para que se ha hecho este desperdicio de perfume”, murmuran contra ella. Mientras, la confabulación de Caifás –del consejo supremo– se materializa. Por 30 piezas de plata, Judas Iscariote pacta la entrega de Jesús. Por la pascua, los discípulos preguntan dónde comerán. En la cena, Jesús anuncia la traición de Judas y la negación de Pedro. Por el traidor, es detenido, azotado y burlado. Por Caifás, “se juntaron los ancianos del pueblo, los principales sacerdotes y los escribas y le trajeron al concilio, diciendo: ¿Eres tú el Cristo? Y les dijo: Si os lo dijere, no creeréis”. La muchedumbre, la misma que clamaba “bendito el que viene en el nombre del Señor”, lo conduce a Pilatos –prefecto de la provincia romana de Judea–, quien vuelve a preguntar: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. Jesús respondió: “Tú lo dices”.
Al enterarse del origen de Jesús e intentando evadir su decisión, Pilatos lo envía donde Herodes Antipas, gobernador de Galilea, quien no se hace cargo del destino de Jesús. Abatido, lavándose las manos, Pilatos lo entrega a la decisión de la muchedumbre. En Pascua, la costumbre es liberar a un preso por aclamación. Entonces, pregunta “¿A quién quieren que les suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo? Ellos respondieron: “A Barrabás”. Para sustraerse de la culpa, insiste. “¿Qué mal ha hecho?. “¡Sea crucificado!”, gritan los que fueron persuadidos por los emisarios del concilio y los instigadores confundidos en la multitud.
¿Qué mal hicieron Pilatos, Judas, Pedro y el gentío durante el proceso que llevó a Jesús a la cruz? Ninguno. Sin embargo, los acontecimientos dejan enseñanzas. Las profecías tenían que cumplirse. Su divinidad había sido anunciada por los profetas más de 300 veces, desde el Génesis hasta Malaquías, en el Antiguo Testamento.
“Más con los ricos fue en su muerte”, se lee en Isaías 53:9, otra profecía. José de Arimatea y Nicodemo –los ciudadanos más notables por su grandeza económica y, a su vez, modestos–, reclaman el cuerpo de su amadísimo Jesús para sepultarlo; cubriéndolo de mirra y áloes, y envuelto en lienzos con especies aromáticas. Finalmente, el Rey de reyes, ha resucitado y “se apareció a los once (apóstoles) y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”.
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