Hugo Neira

La geopolítica del siglo XXI

Cuatro cambios que se producirán en el mundo post-Covid-19

La geopolítica del siglo XXI
Hugo Neira
29 de marzo del 2020


¿El tema de nuestros días? Complejo, no es un tema, es una problemática. Algo que en el campo académico quiere decir atolladero, incertidumbre, eso que los filósofos llaman una aporía. Cuando no hay una solución integral, algo se pierde. La economía saldrá maltratada cuando la pandemia haya concluido. Por eso, preferimos en este artículo hacernos algunas preguntas. Las que siguen.

¿Habría cambiado la relación de fuerzas entre las grandes potencias? Vencido el Covid-19, ¿cuál será la nueva estrella en las ciencias del siglo XXI? ¿Quién es y cuál es el pensamiento de Xi Jinping —personaje del cual se habla muy poco—, que ha recibido desde el 2017 un poder tan fuerte, que solo tuvo el presidente Mao? ¿Qué es China y sus 90 millones de miembros del partido desde el 2015? Cuatro cuestiones. El tema da para muchos más, pero ni el espacio que dispongo ni la paciencia del lector lo permiten.

La primera cuestión está líneas arriba, en el intitulado. La nueva geopolítica. En efecto, los que aparecen estuvieron juntos en Toyako (Japón), en julio del 2008). A saber: el presidente surcoreano Lee Myung-Bak, el primer ministro hindú Manmohan Singh, el primer ministro japonés Yasuo Fukuda y el presidente de China, Hu Jintao, en una reunión del G8. Estos dirigentes representan la mitad de la población del planeta. Y no es que la situación mundial va a cambiar, sino que ya ha comenzado el cambio, en particular cuando el capitalismo occidental se enfermó, en el 2008. «Nos habían acostumbrado, después de la caída del Muro de Berlín, a pensar que las superpotencias eran Estados Unidos, Europa», dice un observador europeo. Hoy, el poder se ha descentrado, hacia el Asia: India, China, Japón, Corea del Sur. No es el futuro, es el presente. 

La segunda cuestión (lo digo sumariamente) corresponde a lo que llamamos ciencia. Sin duda se va a seguir examinando el cosmos, pero veo en revistas hechas para científicos lo que será la nueva estrella. No es la economía, ni el dinero ni el poder. La nueva estrella es la biología. Ya lo era desde los ochenta: los embriones congelados, la espiral del ADN, lo que Ilya Prigogine llamaba «las estructuras disipativas», la evolución de las poblaciones, los ritmos biológicos ante los cambios climáticos, la fisiología misma de lo humano. ¿Qué he visto en los últimos decenios cada vez que hacía un viaje al exterior? El ascenso de los estudios sobre lo viviente. 

Ahora bien, pensemos el tiempo y la humanidad post Covid-19. Ya en este momento, mientras se escribe esta nota, ya hay 70,000 personas contagiadas en el Estados Unidos del señor Trump. Aun cuando se esfume el virus, nadie olvidará este paréntesis apocalíptico. En la revista Nature Neuroscience (diciembre del 2016) se afirma «que lo que no olvidamos nunca son las emociones fuertes, la memoria las guarda por un largo tiempo». Eso lo dice un equipo de investigadores de la Universidad de Nueva York. Hoy estamos experimentando la dificultad de vivir en solitario. Un estudio de los psicólogos de la Universidad de Pennsylvania sostiene que un uso moderado de las redes reduce los sentimientos de soledad, pero el exceso aumenta la depresión. Son datos inmediatos. Lo que se viene es un interés enorme en las ciencias de lo humano. La importancia de la vida. 

Va a surgir una nueva cultura. No va a separar la cuestión de la materia y la espiritualidad. Ya existen las ciencias cognitivas, esas que reúnen biólogos, antropólogos, ingenieros, médicos, psicólogos, filósofos. El hombre y la sociedad humana son tan complejos que no caben en una sola disciplina. Ya hay sociólogos que de paso son filósofos. Se vienen más estudios que nunca. Los saberes son diversos. Me permito decir a los amigos economistas que esa idea de que todo es comercio y ganancia, ya fue. La cultura produce las economías. Y no las economías las culturas. Lean a Max Weber. Primero fue la reforma protestante —o cualquier otro sistema de austeridad— y luego el capitalismo moderno. El centro de la aventura humana no está en Wall Street, sino en los comportamientos. 

La tercera y cuarta cuestión están ligadas. El poder dado a Xi Jinping y la China contemporánea. Pero cuidado, China es el nombre de un espacio geográfico, un destino y una asombrosa continuidad. En 1492, cuando apenas Colón descubría unas islas caribeñas, China estaba bajo el Imperio de los Ming y era un país en expansión demográfica y económica, con 120 millones de habitantes, el lugar más poblado de la tierra. La China clásica nos parece que solo inventa el papel y la pólvora, y olvidamos los concursos para funcionarios de Estado. La gracia está en que estaban abiertos a postulantes salidos del pueblo. «China es una civilización donde burocracia, gobernabilidad y economía se enlazaron» recuerdo haber escrito eso en alguno de mis libros. Ahora bien, los que han estudiado a fondo la revolución industrial —esa que nunca tuvimos— se preguntan qué les pasó. Su larga historia es de dinastías, y entre 1644 y 1911 tuvieron un pésimo dominio de los Qin. Solo entraron a la revolución industrial con Mao, en el siglo XX. 

Xi Jinping, hijo de un compañero de Mao, es lo que llaman «un príncipe rojo». Más o menos, lo que llamamos «hijos de papá». Sin embargo, estuvo en la revolución cultural de joven, lo rechazaron nueve veces cuando quiso ingresar al partido, se destacó en todos los cargos que le dieron. Presidente de la República China en el 2013, y reelegido en el 2018, tras una modificación constitucional que le permite el mandato sin límites. El «sueño chino», en el sentido del «sueño americano», es continuar. 

¿Y eso es todo? Hay un desafío a Occidente. Consiste en otro modelo de democratización:

«El argumento chino se sustenta en la idea de que la deliberación y la toma de decisiones en una organización como el PCC (Partido Comunista Chino) son más profundas y meditadas que en la democracia de plaza pública, al modo occidental. La democracia electoral occidental reposa sobre los escasos minutos de atención superficial que prestan los electores cada cuatro o cinco años, mientras que la democracia de partido al estilo chino descansa sobre una minoría significativa constituida por los miembros del PCC, completamente implicados e informados, que deliberan profunda y colectivamente por el bien del país».

¿Y cuánto representan a los ciudadanos chinos? La respuesta en la misma fuente: de los 90 millones de miembros, 50% son obreros, empleados o campesinos; 20% jubilados y un 30%, son cuadros administrativos estatales o privadas. (Piketty, Capital e ideología, p. 756). Sí, pues, un libro de 1,247 páginas. Lo siento por los partidarios de los 180 caracteres de Twitter, o artículos cortos de 600 palabras. Además, es la época de la imagen y se ignora qué es una disertación de ideas y argumentos. Así, no entraremos nunca a la edad del conocimiento que nuestros vecinos ya tienen.

En cuanto al sistema elitario-popular chino, no creo que podamos imitarlo. China es una singularidad, como lo es Estados Unidos. Pero lo pongo aquí porque tenemos una crisis de representación desde hace 30 años. Si queremos que el pueblo peruano se considere representado, tenemos que inventar otras modalidades de electores y elegidos. Así de enorme. Así de simple.

Hugo Neira
29 de marzo del 2020

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