Raúl Mendoza Cánepa
La farsa del globalismo
Conduce a una ruptura de la tradición y a la desintegración social
Un gobierno, una Iglesia mundial, una sola forma integrada de ver el mundo. Debe ser el escenario de una distopía futurista, una que –a contracorriente del globalismo que algunos admiradores de Popper quisieran– nos llevaría a una sociedad teledirigida en medio del caos de individuos sin patria, sin Iglesia, sin diversidad, sin familias y sin compromisos. Allí donde el 90% de la sociedad está desorganizada y carece de elementos unitarios, basta un 10% de personas organizadas para que esa mayoría desarticulada sea dominada. Lo vemos en las grandes movilizaciones. En Chile probablemente fue suficiente una centena de movimientos sociales para poner en jaque a una sociedad de millones, una en la que muchos desavisados chilenos se plegaron como consecuencia de su natural descontento. Ocurre que no hay sociedad alguna –rica, pobre, de derecha, de izquierda, urbana, tribal, democrática o totalitaria– en la que no exista alguna insatisfacción.
Hace algunos años muchos aceptaban el principio de la relatividad de la soberanía estatal en nombre de una globalización que nos hacía aprender de los otros, sin asumir que esa globalización podía conducir a un globalismo destructor de identidades. Un globalismo en el que todos creamos finalmente lo mismo, pensemos lo mismo y superemos la diversidad por el sincretismo, desplacemos la idea de patria por una de ciudad única, la soberanía estatal por el dictado de los organismos internacionales, la familia por el individuo, el sexo por el género y, como se ve, a la constitución de una iglesia que integre credos y se deconstruya hasta convertir la fe en una suerte de nuevo humanismo.
Parece una utopía, pero obedece a una distopía o, tal vez, a una gran interrogante. El globalismo nos conduce a una ruptura de la tradición y a la desintegración social, campo propicio para que desde la “nada” cualquier poder organice lo que un individuo solo nunca podrá resistir. Orwell no lo hubiera planteado mejor. Pensar en la idea de patria (nuestra tierra y nuestros muertos, según Barrés), proteger al Estado y sus instituciones, preservar la identidad nacional (que es nuestra historia con sus diferencias), defender las instituciones esenciales, optar por la paz social y propender a una familia consolidada es la forma en la que ser organizados contrapesa a un avance que, valgan las diferencias, en décadas podría difuminar Europa para hacerla una sola e indistinta nación.
Y ya que empezamos por el “globalismo”, uno de los temas que más inquieta a algunos es el Sínodo Amazónico que se realizó en octubre en el Vaticano, donde los ídolos de la Pachamama reposaron en un templo para ser admirados y posiblemente ¿reverenciados? (no parecía un museo al menos). Pronto estos ídolos fueron arrojados al Tíber y luego rescatados para ser puestos en vista ¿Se trata de evangelizar o de unificar el templo con todo cúmulo de creencias? ¿Y aquella ceremonia en los jardines de Roma, donde un grupo de chamanes y su séquito tornaban la imagen de María en la madre Tierra? ¿Ambientalismo? ¿Qué sigue?¿Los Apus? ¿Alguna convocatoria universal de religiones y liderazgos en los siguientes años en nombre del humanismo? Ya parecía poco que la teología decimonónica fuera sustraída de su espiritualidad para hilarse con el materialismo histórico marxista.
El globalismo integra y, al desintegrar, destruye lo que nos es característico. Que los ojos nos sirvan “también para ver”.
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