Erick Flores
La democracia, un acto de fe
Los peligros y excesos de un referéndum
En los últimos tiempos, y como producto de la podredumbre política en la que se encuentra nuestra sociedad, la propuesta de llevar adelante un proceso de referéndum para reformar el sistema de justicia y algunas cosas más —propuesta anunciada por el presidente Vizcarra en su mensaje a la nación por Fiestas Patrias— se ha tornado muy popular entre la gente. La veneración que despierta el famoso “poder del pueblo” en países como el nuestro es indiscutible. Tenemos una tradición política que se basa en el respeto y la admiración por la democracia como el mejor sistema posible, esto quizá afianzado en las experiencias negativas que nuestra sociedad ha tenido con las dictaduras. Pero en medio de todo este romanticismo, valdría la pena preguntarse qué tan sabio es dejar que una mayoría tenga la facultad de decidir estos asuntos o, siendo un tanto más rigurosos, cualquier asunto.
Quizá parezca contradictorio, pero lo primero que tenemos que entender sobre la democracia, aquí y en cualquier parte del mundo, es que resulta tan autoritaria como cualquier dictadura. No hay diferencia relevante entre el poder concentrado en un solo hombre y el poder concentrado en muchos hombres, en la mayoría. Si bien es cierto que estos procesos suelen tener algunos episodios positivos —como el referéndum en Bolivia, que le negaba a Evo Morales la posibilidad de quedarse en el poder en forma ilimitada; o el referéndum en Colombia, en el que se le consultó a la gente sobre los acuerdos de paz entre el Gobierno y el terrorismo representado por las FARC; o el referéndum en Suiza sobre la asignación universal de una renta básica para la gente— lo cierto es que estos procesos, más allá de la incertidumbre que generan a priori, terminan siendo bastante autoritarios. Al margen de si los resultados son objetivamente positivos para el total de la población, como en los ejemplos mencionados, la integración forzosa termina obligando a las minorías a cumplir —por la fuerza— lo que dictan las mayorías, lo que ya convierte a la democracia en un sistema profundamente inmoral.
Esta adoración por la democracia es peligrosa. La evidencia histórica demuestra que la democracia ha conducido a la humanidad a resultados desastrosos. El poder del pueblo votó por Adolf Hitler, el poder del pueblo votó por Hugo Chávez, el poder del pueblo votó por Alberto Fujimori. El poder del pueblo, más allá de los juicios que podamos tener sobre los temas sujetos a votación, puede votar por un suicidio colectivo mañana. Y, producto del tóxico amor que sentimos por la democracia, ¿tenemos que renunciar a nuestra vida la minoría que todavía queremos vivir? ¿Esa decisión acaso ya es correcta solo porque la mayoría lo dice? ¿Acaso las mayorías están exentas de equivocarse y terminar arruinando todo?
Una solución para el problema de la democracia y su integración forzosa sería la secesión. Quienes quieran que el Estado pague los caprichos sexuales que le exige la gente, por poner un ejemplo, pues que lo financien ellos. Que sean ellos los que tributen para la provisión de ese servicio. Que no obliguen al resto a asumir esos costos. Pero este escenario todavía está muy lejos en el horizonte. Primero tendríamos que evolucionar —mucho— y dejar de lado las creencias que todavía mantenemos vivas sobre la democracia, sobre el Estado, sobre el poder, sobre muchas de las cosas que hoy creemos incuestionables.
El error más común que comentemos siempre es el de darle a la democracia la importancia que no tiene. En los Estados Unidos, al momento de su Declaración de Independencia, jamás se pensó en la democracia como la pensamos por aquí. Los padres fundadores tenían mucho recelo frente a ella; es por ello que se fundó una república constitucional, en la que la democracia no era más que un instrumento sometido a las leyes. Eso, en parte, explica la riqueza y la prosperidad que alcanzó la sociedad norteamericana en poco tiempo.
Es claro que tenemos grandes problemas en nuestro actual sistema de justicia y en nuestra política, pero creer que un referéndum va a solucionar estos problemas es una cuestión de fe. Quizá uno se sentiría un poco más esperanzado si viviéramos en una sociedad como la suiza, pero vivimos en América del Sur, tropical tierra donde “el pueblo” cree que la corrupción en la política se soluciona con nuevos políticos. El escenario es un poco triste.
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