Antero Flores-Araoz
Idioma: ¿claro o inclusivo?
Se pretende disponer por normas legales el uso del lenguaje
Siempre he dicho que si los grandes maestros del lenguaje –como fueron Luis Jaime Cisneros, Martha Hildebrandt, Jorge Puccinelli, Washington Delgado y José Miguel Oviedo, entre otro– resucitasen y escuchasen o leyeran el lenguaje con el que nos expresamos habitualmente, muy seguro que de un síncope regresarían a su descanso eterno.
Nos ha dado por los anglicismos, al gerente general se le llama CEO, al avance en cuenta lo nombran como advance account y por la hipoteca dicen: “me voy al banco a gestionar mi mortgage”. Los jóvenes dejaron de usar el estar lindo por estar cool. Ni que decir de los latinazgos, tan amados por los abogados, les encanta decir el a quo, fecha ut supra y muchos etcéteras.
También están de moda los arcaísmos, a los vestidos los llaman atuendos, a la oscuridad estar a tientas, al almacén la alacena, y al beso cariñoso el ósculo. Los diminutivos son también frecuentes, se va a tomar el cafecito en lugar del café, al sanguche el sanguchito, ya no me acuesto sino me voy a la camita. En los nombres sucede algo igual, dejaste de llamarte Isabel para ser Chabuquita, ya no eres María sino Marita, y por supuesto como Antonia suena fuerte eres Toñita, lo que también sucede con Francisco que se torna en Paquito o Panchito.
Las palabras cariñosas como cholito o negrito, ahora están proscritas pues se consideran discriminatorias. Y si a alguien lo llamas cariñosamente “hermanito”, simplemente se fregó, la Fiscalía considerará que es parte de la banda de los “cuellos blancos”.
No podemos olvidar la facilidad con la cual algunos periodistas hacen falsas generalizaciones diciendo que los políticos son corruptos cuando hay muchísimos que son intachables, o que los dicen que los policías son coimeros, cuando los hay muy decentes y cumplidores de su función, o los que califican a los maestros de ignorantes, cuando en las escuelas hay profesores de gran valía y que no migraron a ningún palacio.
Principalmente la gente joven, quizás por el uso de los mensajes a través de sus teléfonos móviles, les ha dado por reducir las palabras, lo que para los de edad mayor es difícil descifrar, aunque lo más grave es el uso de lenguaje procaz. Escuché decir a un padre de familia, ya con años a cuestas, que al oír palabras lisurientas a una de sus hijas, expresó que había perdido su plata durante doce años de colegio, cinco de pre grado universitario y dos de posgrado, pues no había aprendido a comunicarse correctamente.
Algunas calificaciones usadas en los últimos tiempos son inentendibles, como esa de “viejo lesbiano”. Si, soy viejo, pero imposible ser lesbiano.
Pero lo peor no es lo dicho, sino el pretender disponer por normas legales el uso del lenguaje, como si no existiese la RAE. Se legisla sobre idioma inclusivo como si es que ya no tuviéramos demasiados “accidentes” idiomáticos, y hasta en los sermones desde la catedral capitalina el obispo bendice a todas y todos.
Siento que deberíamos dejar de lado tales desvaríos y tratar que se hable y se escriba con claridad y a las cosas se les llame por su nombre. Es preferible el idioma claro que el inclusivo.
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