Dardo López-Dolz
Honestidad, valor absoluto
Entre lo políticamente correcto y la verdad clara y directa
Un adolescente consigue ahorrar cien soles en monedas de cinco y billetes de diez, ya sea por propinas gratuitas (penosa costumbre latinoamericana, predecesora de la nefasta costumbre de pedir subsidio, que debiéramos desterrar) o por pequeños trabajos (que lo van preparando para la responsabilidad y la vida adulta). Junta esa suma para un objetivo específico, cultivando las costumbre de previsión y ahorro, cimientos del bienestar futuro. Sus hermanos y amigos saben que ahorra, y algunas veces le piden prestado, o incluso regalado, y él, por propia decisión, presta o regala, es decir ejerce voluntariamente el derecho a disponer de parte de sus recursos para ayudar a terceros. Incluso con frecuencia regular, compra cosas para consumo de todos en casa.
De pronto este adolescente descubre que alguien en casa le ha estado birlando monedas o algún billete de diez. Monta en cólera y recibe el respaldo de sus padres que, a la vez preocupados y molestos, indagan quién fue; y ante la negativa colectiva, carentes de medios para determinar la responsabilidad, califican duramente la actitud, buscando que el autor entienda la gravedad del acto y recapacite, y no lo vuelva a hacer.
El padre o la madre, quienes, lógicamente, proveen todo lo necesario para la casa, invierten una suma equivalente en comprar algo costoso para un fin determinado y avisan al resto que no deben tocarlo. Descubren que alguien (uno o más de uno) ha estado consumiendo sin permiso aquello que habían advertido que no se debía tocar. En primera instancia llaman la atención con suavidad; pero la conducta se repite y el padre monta en cólera y decide dejar en claro, con crudeza, la gravedad de la falta (equivalente a la primera descrita en este artículo). La madre, entonces, le recrimina la crudeza de los adjetivos usados para calificar esa conducta.
Los hábitos, buenos o malos, se forman en casa, desde la infancia y la adolescencia, etapas en la que es crucial e imprescindible fijar el carácter absoluto de algunos valores como la honestidad (en actos y palabras), la coherencia entre el hablar y el actuar y el respeto a quien ejerce la autoridad legítima. La tendencia contemporánea, nacida en los sesenta, a la relativización absoluta de las cosas, ha penetrado erróneamente el razonamiento público y familiar, oponiendo el concepto artificial de corrección política a la absoluta necesidad de la honestidad, promoviendo un lenguaje suave en todo momento, que evite llamar a las cosas por su nombre o inventando frases envueltas en algodón para describir actitudes, costumbre o conductas que el idioma describía con claridad desde hace siglos.
Una consecuencia de esa morigeración del lenguaje, que para no hacer sentir incómodo al hijo (o al alumno) evita adjetivar su conducta (con palabras peyorativas, según las ideas actualmente vigentes), refuerza actitudes que luego evolucionan y escalan fácilmente hacia conductas similares en el trabajo o en la política. La claridad y la crudeza temprana, para curar actitudes como las descritas, son mil veces preferibles al llanto futuro ante el descubrimiento del delito y la sanción legal de quien no aprendió tempranamente.
Las raíces de un árbol, como los cimientos de una casa, no tienen que ser bonitos, sino sólidos. La estética que vemos sobre el suelo, solo será duradera y, por tanto real, si reposa sobre valores sólidos.
Dardo López-Dolz
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