Oscar Schiappa-Pietra

¿Gatopardismo constituyente?

El fetichismo de las asambleas constituyentes

¿Gatopardismo constituyente?
Oscar Schiappa-Pietra
26 de octubre del 2018

De cara a la crisis institucional que afronta el Perú, un sector de la izquierda —liderado por la agrupación Nuevo Perú— plantea la necesidad de convocar a una Asamblea Constituyente para aprobar una nueva Constitución. Subyace en esa propuesta el fetichismo legal, que atribuye a una eventual nueva Carta Política efectos transformadores de los que en puridad carecería. Ese fetichismo legal es similar al que, desde el otro extremo del espectro político-ideológico, imputa a la Constitución de 1993 ser la vara mágica que ha propiciado el crecimiento económico experimentado por nuestro país desde entonces.

Es cierto que la Carta Política de 1993 es técnicamente defectuosa y conceptualmente pobre, pero también es cierto que los problemas fundamentales que hoy afronta el país —corrupción, precariedad de las instituciones públicas, inseguridad de la ciudadanía, asimetrías de poder, etc.— no nacen ni se alimentan de esas deficiencias en el diseño constitucional. Aún más, los procesos de reformas constitucionales impulsados en años recientes por gobiernos de izquierdas en Ecuador y en Bolivia, no han generado transformaciones sustanciales en progreso socioeconómico ni en la calidad de vida de sus ciudadanos.

En uno y en otro caso, muchas energías políticas se consumieron en promover esos procesos, arrojando como mayor logro la adopción de textos constitucionales cargados de filigranas literarias y de promesas de imposible realización. Peor aún, tanto en Ecuador como en Bolivia, los recientes procesos constituyentes persiguieron el objetivo de fortalecer a sendos regímenes caracterizados por sus ribetes autoritarios. De igual forma, en el Perú, si se emprendiese ahora el camino de la reforma constitucional, acabaría consagrándose una nueva confirmación de lo prescrito en la novela Il Gattopardo, creando una gran apariencia de cambio para que los problemas fundamentales del país permanezcan iguales.

La propuesta de reforma constitucional ahora, además, peca por colocar a la carreta delante de los caballos. Las constituciones capaces de soportar los embates de la historia son aquellas que han ido precedidas de lo que contemporáneamente se conoce como “pactos de gobernabilidad”. Es decir, por la forja de consensos en torno a principios y criterios básicos sobre cómo conducir los destinos de la comunidad política, a efectos de garantizar un entorno de prosperidad compartida, de respeto a los derechos de cada cual y, por tanto, de convivencia armoniosa. En contraste, las constituciones estériles son aquellas que no van precedidas de un pacto de gobernabilidad y que son adoptadas exclusivamente para responder a las urgencias políticas del momento.

La Constitución peruana actual, adoptada en 1993, corresponde a esta última categoría: tuvo como objetivo principal devolver legitimidad al primer Gobierno fujimorista, luego de su autogolpe de 1992. No fue precedida por pacto de gobernabilidad alguno; por el contrario, fue redactada con la intención de disfrazar jurídicamente el proyecto autoritario del fujimontesinismo. No obstante, una conjunción de diversos factores —incluyendo la exitosa recuperación económica del país luego del desastre labrado en la segunda mitad de la década de 1980, la derrota de la subversión y la creciente crisis de los partidos políticos tradicionales— ha creado un entorno de aceptación del texto constitucional. Esto no salva sus deficiencias de fondo y forma, ni su precaria legitimidad original, pero permite identificar las fronteras de lo que una Constitución puede o no lograr.    

Una Constitución moderna y con vocación de trascendencia histórica suele ser un texto breve que simboliza y refleja, a grandes trazos, el pacto de gobernabilidad. Además, relega, para posteriores leyes de desarrollo constitucional —conocidas en conjunto como bloque de constitucionalidad—, la tarea de normar sus aspectos más específicos. Y para acuerdos políticos específicos su complementación.

No existe, pues, una relación de causa a efecto en la propuesta de ese sector de la izquierda de convocar a una Asamblea Constituyente para aprobar una nueva Constitución. De un lado, porque no es función de una eventualmente nueva Carta Política resolver los problemas fundamentales que hoy afronta el país; ni está dentro de las capacidades lograrlo, pues ellos son principalmente el resultado de las conductas de los actores políticos y burocráticos —institucionales e individuales— y no de deficiencias técnicas de las normas constitucionales. De otro lado, porque los temas de especial preocupación para la izquierda —como lo es, por ejemplo, el del régimen basado en los principios de la economía de mercado— están principalmente regulados por consensos ideológicos y normativos internacionales de naturaleza supraconstitucional, parte de lo cual se refleja en el emergente ámbito del Derecho Administrativo Global.

Quienes desde la izquierda abogan por la convocatoria a una Asamblea Constituyente y por la adopción de una nueva Constitución malgastarán muchas energías y bastante capital político en tal empeño. Y lógrenlo o no, conducirán a sus huestes hacia una nueva frustración. Bastante más lograrían, y mejor bien le harían al Perú, si enfocaran su quehacer en la forja de consensos en torno a un pacto de gobernabilidad democrática, que identifique el conjunto de reformas fundamentales que el país requiere y los mecanismos específicos para lograrlas.

Pudiera ser que algunas reformas específicas requieran de reformas constitucionales, las cuales podrían adoptarse transitoriamente dentro del imperfecto marco de la Carta Política de 1993. En la mayoría de casos, sin embargo, las reformas requeridas son ajenas al ámbito específico de la Constitución, requiriéndose para ellas la adopción de otras normas legales de distinto rango, la mejora en los mecanismos para garantizar el efectivo cumplimiento de las leyes ya existentes, y —sobre todo— el surgimiento de entidades partidarias sostenibles que puedan forjar y mantener los consensos de gobernabilidad que son la verdadera urgencia del país.

En suma, dado el actual contexto peruano de una sociedad polarizada y sin referentes político-partidarios que puedan forjar y sostener consensos de gobernabilidad, promover ahora la adopción de una nueva Constitución resultaría un ejercicio fútil, divisivo y sin vocación de permanencia histórica. Reconociendo los estrechos límites transformadores que en puridad una Carta Política puede tener, y su significativo efecto simbólico, es preferible soportar todavía la técnicamente defectuosa y conceptualmente pobre Constitución de 1993, para concentrar las energías ciudadanas en lo prioritario —la forja ahora de consensos de gobernabilidad—, con la expectativa de cambiarla en una futura coyuntura histórico-política más propicia, cuando hayamos ya logrado esos consensos.

 

Oscar Schiappa-Pietra
26 de octubre del 2018

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