Raúl Mendoza Cánepa
FaceApp, algo más que datos
La obsesión por la propia imagen, actual y futura
FaceApp es una aplicación que muestra el aproximado rostro de la vejez. No es una novedad, fue creada hace más de treinta meses, pero el 12 de julio todos empezaron a ser ganados por la tentación de conocer el rostro que “les ha de tocar”. Una ficción con reversa que nos mantiene a salvos finalmente, que nos permite volver al espejo y salir a correr. Fue tendencia de búsquedas en Google aquel día y los siguientes también. La reacción de los prudentes fue advertir que nuestros datos estaban siendo hurtados y que éramos vulnerables. Lo somos, sí, pero no es un tema tan serio, pues ocasionalmente algún juego de especulación o test se asoma en la pantalla para conocer cómo te verías si fueras del otro sexo o para leer tu destino, tu posible amor o quién fuiste en tu vida anterior.
No es a la vulnerabilidad a la que nos sometemos ni tendría por qué asustarnos si es que ya, de por sí, ignoramos cuánto hay de espionaje en nuestros celulares, en la cámara que nos apunta desde el computador, en el satélite que sigue tus rutas, en la cámara espía desde el poste… Lo curioso del asunto es la avidez con la que medio mundo quiere observarse de viejo y no en su infancia (ya repleta de fotos). Cuando lleguen a un tramo mucho más avanzado probablemente ni siquiera quieran contrastar sus fotografías con las de veinte años atrás. Esa es la diferencia entre la ficción y la realidad.
Parece ser la moda en las últimas semanas que un perverso duende, que habita el ciberespacio, nos muestre, de paso, a esas bellas y glamorosas figuras de Hollywood, con las que hasta hace pocos soñábamos, tal como están hoy. Tampoco los príncipes azules lo son más. La vejez suele ser más dura con la belleza que con la fealdad. Cuestión de asimetrías y simetrías. Honra el alma, que ella es lo incólume, como lo es la sabiduría en este mundo de vapores.
Los psicólogos podrían afirmar que acercar el espejo futuro es una catarsis, como si la imagen proyectada fuera el personaje de una tragedia ajena o un libro que vas a dejar. Todos quieren llegar a esa edad e ignoran que llegar es conocer de sus tribulaciones. Pero igual no es tanto de temer en un mundo en el que sobrevivir vale más que vivir, y en el que las condiciones para muchos de pasarla algo bien y más saludables han mejorado.
¿Alguien visitaría una aplicación que le diga el aproximado de días que le queda o de qué va a morir? Desde luego que no. Nos es más fácil comulgar con lo remoto hipotético que confrontar con las probabilidades de hoy, mañana o de nuestros veinte, treinta, cuarenta... Cuando llega una noticia trágica sobre un amigo joven, amortiguamos averiguando qué le pasó y dilucidamos infinitas causas que luego trataremos de eludir. Si es un nombre en el diario, por lo general, inquirimos en la edad del desafortunado, nos alivia pensar que sobrepasaba la esperanza de vida. Le tememos más a la incertidumbre próxima asumiendo inconscientemente que la muerte es incierta, pero la podemos disfrazar de una favorable certidumbre o inconsciencia.
La muerte, como en el cuento de Poe sobre la peste, no es un proceso ni tiene lógica ni reglas, es un asaltante que no respeta palacios ni potestades. A decir verdad le tememos más a la vida porque es la vida la que nos expone a ella. Quizás.
¿Se imaginan una FaceApp que nos muestre como nos mostraban las fotografías de fines del siglo XIX, pero con el rostro actual? Nadie se atrevería a proyectarse. Tenebroso, de temer. Los que leen historia saben a lo que me refiero.
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