Raúl Mendoza Cánepa
El último ejemplar
Un cuento corto
¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo
dentro de mí todos los demonios (Gilbert Keith Chesterton).
“La literatura no te salva de la muerte, te salva de la vida”. La frase da vueltas en tus sesos. Sabes que podría ser el último día. Llegaste, invitado por Humberto Grieve, un hombre muy vinculado a la banca y las agencias internacionales. Era un extraño, quizás el único vínculo con él era aquel premio iberoamericano de crónica financiera que ganaste y que él perdió. Brindaron en aquel salón para no volverse a ver sino dos años después por aquella carta en caligrafía breve: “señor Francisco Yunque, probablemente me recuerde, soy Humberto Grieve y quiero que sea mi mano derecha en American Swiss, si está interesado, conversemos”.
Lo leíste con inquietud y no dudaste en responder: “Señor Grieve, me interesa”.
Buena paga, estabilidad y esa cuadratura de felicidad que solo logras ver dos o tres veces en la vida. Tú serías su primera línea. Escribirías y leerías los informes antes de apretar el botón y enviarlo a la Gerencia de Protocolos. Grieve atraviesa la oficina, se detiene detrás de tu silla, no volteas, pero distingues su silueta oscurecida por el reflejo de la pantalla. Lee lo que escribes y se arquea. Su rostro de pájaro y esas orejas descomunales y casi siempre coloradas, el traje ceñido, sus tripas crepitantes antes del mediodía.
-Ve al quiosco y consígueme para hoy el último ejemplar de Julio Verne. Es de Expreso. No vayas a ser tan cojudo que te vean.
-Sí, señor-musitas sin ocultar tu temor.
Impecable, extrae su pañuelo del bolsillo del saco, seca su rostro pálido y lo tiende sobre su escritorio mientras atiende una llamada. Saltas como un resorte para cumplir una misión que, como todo, te la tomas muy en serio. Recorres las calles en trazos homogéneos para buscar un quiosco. Te preguntas qué has hecho mal. Quizás haber colocado una letra de más al informe de Henry Thomas, no es la primera vez que una letra o un punto te condena. Tu vida es un número faltante en una nota de pie de página, un acento mal puesto en una carta, un pequeño traspié tras un cúmulo de aciertos. Es la misma razón por la que corres tras un ejemplar de Verne sobre las veredas mojadas.
Te colocas las gafas, que han cedido al peso de tus ojos. Preguntas por Verne en el local de Anselmo, eres un rastrojo de nervios. Sacude la cabeza sin prestarte importancia.
Recorres la avenida Wilson buscando un quiosco y el ejemplar de Verne. Parece haber volado de los establecimientos, como si a cada libro se lo hubiera tragado la tierra.
Un hombre no es naturalmente un asesino, llega su hora; aprietas las cejas y afilas los ojos mientras el viento golpea tu piel. Te aterran tus manos vacías y trémulas. Tomas una combi a San Isidro, te resoplan, silban, mascan flemas, las arrastran desde la garganta. Bajas en la Javier Prado y caminas lento por Basadre tanteando las moles blancas con ventanas de oficina.
El hombrecito macilento ya se había ido de la fila, distribuidora de ediciones especiales. Una mujer se abanicaba en el frío. Eras el último que desde las cuatro se había apiñado entre esa multitud solo para conseguir el último ejemplar de Verne. Como ellos, querías tocar alguna partícula de aire caliente desprendido de sus páginas en aquella atmósfera neblinosa de Lima.
-Ya no hay más ejemplares, se han agotado, señor.
-Se acabó Viaje al centro de la Tierra, ¿alguien lo quería?
Un hombre viejo se había llevado el último ejemplar. Marcha lento. Calculas cada uno de sus movimientos y trazas un esquema tentativo de su ruta. Gira sobre Prescott. El viento helado eriza la piel, pero ya has soportado más de dos horas quieto como una estaca sobre la calzada. Alargas tus dedos en el bolsillo para extraer las últimas monedas que te quedan. Revisas el contorno metálico de tu arma: un lapicero Cross de oro que consagra la memoria de aquella tarde en que tu madre te llevó a Miraflores, cumplías diez años; tasas el peso y la textura. Doscientos soles en su valor actual. Debes ejecutar el plan según las pautas, aun derrotando los delgados filones de aire que se cuelan por tus fosas taponeadas sin dejar espacio para la respiración.
El viejo asiente. El intercambio es desproporcionado. Eres el último penitente de la calle, un caminante hilando trayectorias diagonales, vuelves los ojos a aquel ejemplar sobre cuya tapa se podía leer en escarlata: Julio Verne.
Vuelves. Corres a trancos largos la vereda que comunica con la American Swiss, jadeas, el aire se adelgaza en tu garganta, te reclinas en un poste para inhalar el espeso humo del cigarro. Mariana cruza: “Grieve se acaba de ir a la resolana del sur, vuelve la próxima semana”. Tienes la respiración entrecortada por la humedad espesa y los resquicios de niebla en el paladar.
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