Raúl Mendoza Cánepa
El payaso jocoso
Una reflexión a partir de la película “Guasón”
No es una crítica cinemera, solo la oportunidad de preguntarnos cuánto la sociedad puede enfermarnos y cuánto al Estado le importa la salud mental de la gente. Nos referimos, desde luego, a Joker (o Guasón), la película del momento o la gran fábula de lo que somos. La película dirigida por Todd Phillips narra la historia Arthur Fleck, un comediante fracasado, objeto de burla, invisible para todos y roto en cada una de sus partes. Su transformación, que nos recuerda a Taxi Driver, Tarde de perros o, incluso, Breaking Bad, nos lleva a preguntarnos sobre el origen verdadero del mal ¿No somos nosotros los malvados y los indolentes?
Los tics, las compulsiones, la ansiedad, la depresión, la desorganización, los trastornos paranoides, las condiciones ocultas (no es necesario ir al extremo como en la psicosis delirante o las disposiciones genéticas) son muchas veces explicables por las situaciones previas: traumas, bullying escolar, hogares violentos, exposiciones casi ineludibles como a la televisión o a los juegos de video, violaciones, fracasos recurrentes, exclusiones. La química cerebral no es otro tema, pero tampoco importa mucho a quienes les debe importar.
Hace unos años escribí un artículo titulado “El perdedor radical”, sobre un sujeto que en una universidad de los Estados Unidos mató a metralla a varios de sus compañeros. Algo de ese mal social cuajó en su interior, la soledad. Hace poco, reelaborando una novela propia sobre el asesinato de John Lennon, descubrí elementos de la biografía de Mark Chapman, su asesino, que llevaban a lo mismo. Su admiración-odio tenía el mismo gen, los golpes de su padre (el sargento), la soledad, las derrotas, la necesidad de preservar a sus “hermanos” chicos para que no sigan al mal y al falso valor (de allí que fuera capturado con “El guardián entre el centeno”, de Salinger, y el arma con la que mató al músico).
Aunque no hayamos tocado ese extremo, ¿cuántas veces en las calles nos libramos a situaciones de violencia patológica? ¿Cuántas veces un hombre golpeó a otro por cruzarse en su camino? ¿Cuánto ha crecido el homicidio en los asaltos? ¿Cuánta violencia cruzada hay en las casas apacibles cuyo interior no vemos? ¿En cuántas instituciones pueden trabajar personas aparentemente pasivas, pero potencialmente peligrosas? ¿Y las violaciones? ¿Y la pedofilia? ¿Y la agresividad extraña en las redes sociales? ¿Y esa predisposición al odio?
Quizás nos hemos referido a personalidades “normales” que se cruzan en el camino habitual; pero alguna de ellas puede violentar a una mujer si la oportunidad se le presenta y otra descerrajarnos un tiro si pasamos las líneas de su pequeña tolerancia. En un mundo en el que la gran mayoría asume que no logró sus fines y culpa a la sociedad, cuánto de resentimiento germina. En el otro lado, hay mucho de lo otro, de la enfermedad mental orgánica, esa que a nadie le importa y que es objeto de desatención. ¿Cuántos psiquiatras hay por cada peruano? ¿Cuántas instituciones cuentan con un psicólogo? ¿Te miran raro si confiesas que te pastillas? ¿Y el “loquito de la calle”? Te viene al carajo, ¿no? La película muestra no solo el desinterés por las personas con enfermedades mentales, sino también el abandono estatal, la inoperancia y la indiferencia. Cuando la depresión o la ansiedad explotan, los primeros en llegar son los periodistas y la policía para recoger el cuerpo suicida o los cuerpos de las víctimas. Las enfermedades mentales se convierten en espectáculo.
Guasón es un psicótico a la luz de sus síntomas, pero es, fundamentalmente un personaje librado a su suerte y, como suele ocurrir, es un boomerang. El costo social terminará siempre siendo demasiado alto.
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