Martin Santivañez
El Papa y el relativismo (I)
A propósito de la encíclica de Francisco I sobre la ecología humana
La doctrina social de la Iglesia solo es comprensible si se reconoce la existencia de una dimensión trascendente que aspira a influir en la vida pública de las naciones. Por eso, antes que la nueva encíclica de Francisco sea desvirtuada por la progresía que arde por catalogarla dentro de la amplia literatura del ecologismo caviar, cabe destacar que esa dimensión trascendente guía al Papa (como a todos sus predecesores) cuando se pronuncia sobre un problema real: el concepto integral de ecología humana.
Como bien dice Francisco: “un antropocentrismo desviado da lugar a un estilo de vida desviado”. La desviación individualista, propia del liberalismo radical, provoca un claro ombliguismo político, económico y social. Esta desviación está íntimamente unida a lo que el Papa Benedicto XVI diagnosticó como el gran mal de nuestro tiempo: “el relativismo”. A la progresía no le gusta hablar de relativismo. A los liberales radicales les ocasiona urticaria el relativismo. Ahora bien, la nueva encíclica de Francisco está basada en un diagnóstico claro que vincula la desviación individualista a un relativismo práctico galopante que es “todavía más peligroso que el doctrinal”. Así, el “seréis como dioses” sobre el que se funda el antropocentrismo provoca que el ser humano, despojado de toda trascendencia y marco referencial, termine dando, como dice Francisco, “prioridad absoluta a sus conveniencias circunstanciales”. De esta manera, “todo lo demás se vuelve relativo”.
Hace bien el Papa al señalar que un resultado veraz de este relativismo es la “omnipresencia del paradigma tecnocrático” y la “adoración del poder humano sin límites”. El poder humano sin límites (uno sonríe al pensar en la idea de súper hombre radical) fomenta en la humanidad que todo se vuelva irrelevante y que hasta lo más importante (la vida humana) se transforme en algo funcional a los intereses inmediatos. Tal ombliguismo, como señala el Papa, provoca al mismo tiempo “la degradación ambiental y la degradación social”.
Esta cultura del relativismo, propia de nuestra época, “empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla como mero objeto”. El relativismo moral ha provocado el ascenso de la civilización del espectáculo y en una civilización de este porte es comprensible el triunfo de la muerte y el egoísmo. Por eso, como dice el Papa: “si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos, la criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de diamantes ensangrentados y de pieles de animales en vías de extinción? ¿No es la misma lógica relativista la que justifica la compra de órganos a los pobres con el fin de venderlos o de utilizarlos para experimentación, o el descarte de niños porque no responden al deseo de sus padres?”.
Cuando no hay verdades objetivas y principios sólidos, cuando no existe un marco referencial trascendente, el relativismo impulsa la civilización del espectáculo y la cultura de la muerte. De allí que no es posible creer que “los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al ambiente […] cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar”. Ese relativismo, que tanto promueve nuestra progresía, es el mismo relativismo que fomenta el liberalismo radical, porque las reglas de juego, sin valores, no sirven para nada. He allí un gran punto de conexión que hace comprensible la alianza moderna entre el socialismo utópico y el ombliguismo propio del liberalismo radical.
Por Martín Santiváñez Vivanco
19 – jun – 2015
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