Carlos Adrianzén

El País de los Cojos

Sobre nuestras pendulares preferencias políticas

El País de los Cojos
Carlos Adrianzén
02 de enero del 2019

 

Revisando el diccionario de la Real Academia encontré la palabra que estaba buscando para describir el accionar de un porcentaje variable —entre la mitad y un tercio— de nuestros electores. Metafóricamente el vocablo “cojo” se ajustó a ellos. Según el aludido diccionario, el término “cojo” nos refiere a algo que se balancea de un lado y a otro, con un razonamiento mal fundado o incompleto

Este alto porcentaje de la población que tiene preferencias políticas pendulares y usa razonamientos débiles o emocionales no es producto del azar. No resulta casual que una nación donde se nos ha educado, desde las escuelas hasta las universidades, bajo la premisa errada de que somos muy ricos —cuando resultamos tremendamente pobres, arrastrando un ingreso por persona equivalente a un décimo del de un país rico o un sexto de otro medianamente rico—, y que vivimos como pobres porque otros nos roban, la salida se nos presente como muy sencilla. Bastaría con redistribuir justiciera o equitativamente y, por arte de birlibirloque, pasaríamos a ser muy ricos.

Los otros que disque nos roban, por supuesto, son extranjeros que hacen negocios con nosotros o aquellos de nosotros que florecen económicamente. Eso sí, entre algunos locales que florecen y algunos extranjeros que hacen negocios con nosotros aparece otro vocablo: la corrupción burocrática. Resulta, pues, que mantenemos a un par de millones de compatriotas para proveernos de servicios públicos de manera diáfana e impecable y estos —desde presidentes o ministros hasta alcaldes y secretarias— se enriquecen coimeando y flotan como cómplices ciegos, sordos y mudos frente a los delitos que los rodean.

En una estimación personal, en los últimos veinte años, la corrupción burocrática nos ha costado anualmente un producto bruto interno en dólares del 2016. Hoy somos la mitad de rico de lo que —ceteris paribus— podríamos ser. Es decir, en ausencia de los niveles de corrupción burocrática posvelasquista que hoy nos caracteriza, deberíamos tener un producto por habitante ligeramente menor al chileno. Nación que, sin ser nada parecido a un referente global de éxito económico, destaca nítidamente en la región de perdedores que es la Sudamérica de estos tiempos.

Pero notémoslo: la corrupción burocrática nacional explica solo una parte —muy popular, aunque usted no lo crea— de nuestra pobreza. El resto tiene que ver con la idea primigenia: que nos hemos creído muy ricos sin serlo. Creyéndonos ricos no solo entendemos que el problema de fondo es la mala distribución de la riqueza, sino que no entendemos la magnitud el esfuerzo social requerido para hacernos una nación rica. Y además conceptuamos que algún súper Viracocha, a lo Robin Hood, lo puede resolver todo simplemente recuperando (léase expropiando) y distribuyendo nuestras inexistentes pero supuestas riquezas.

No existe militar traidor, ladrón o demagogo criollo o de apellido extranjero que haya llegado al poder que no medre de esta ilusión rápidamente. Y a estos personajes no les tiene por qué interesar otra cosa que mantenerse en el poder o enriquecerse. Eso de abrir la economía peruana a la competencia mundial y prevalecer en ella, o hacer profundizar mercados competitivos internamente, o respetar la Ley con claros e implacables incentivos contra la corrupción burocrática, les aburre, produce desconfianza y hasta les aterra.

Pero lo curioso aquí no son ellos, somos nosotros. A Velasco y sus esbirros los toleraron entusiastamente muchos compatriotas, igual que los regímenes del Apra y la Izquierda Unida, de Toledo, Humala o el del actual presidente por accidente, repitieron y repiten la torpe receta de buscar la popularidad a rajatabla, no solo con golpes de Estado o patadas al tablero, sino fundamentalmente inflando el botín y debilitando las instituciones creadas para acotarlos.

Fuimos y somos nosotros (nuestros cojos) los que los toleraron y eligieron, balanceándose de un lado y a otro, con un razonamiento carente de la más elemental ciudadanía, a los responsables. Hoy en día, por ejemplo, criticar al vicepresidente de PPK es una blasfemia. Con medios alineados y un personaje que haría cualquier cosa por llegar al 28 de julio del 2021, no deben sorprenderlos ni los cambios constitucionales hoy en proceso (los del último plebiscito y los que ya se ofrecen), ni el potencial robo de jubilaciones a la minoría que tiene empleo adecuado, ni la contracción de las inversiones privadas, ni todos los graduales signos de deterioro económico que hoy observamos mes a mes. Sí nos podría sorprender la patética rabia y fervor de nuestros cojos de inicios del 2019, fervientes defensores de cada retroceso al más puro estilo de los cojos venezolanos en los populares albores de la dictadura chavista.

Como deseo de fin de año les pido ejercer la ciudadanía pensante, nada de cojeras. Estos son tiempos complejos. No solo los indicadores de crecimiento, inversión privada o morosidad bancaria se deterioran mes a mes. Gracias a los sostenidos errores económicos de Humala, Kuczynski y Vizcarra, los peruanos vemos hordas de compatriotas pobres regresar a las calles. Es momento de reaccionar. Es muy probable que los eventos del año que comienza el día de hoy marquen nuestro futuro en mucha mayor escala de lo que aún creemos. Hay demasiados cojos, entusiastas con los retrocesos… y ciegos que parecen no ponderar lo que está hoy en juego

 

Carlos Adrianzén
02 de enero del 2019

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