Martin Santivañez
El diablo es conservador
No se debe identificar al cristianismo con el conservadurismo
El maestro Alejandro Llano escribió hace varios años un libro de título sugerente: El diablo es conservador. No es que Cristo fuera un revolucionario, como algunos sostienen. Cristo no era un revolucionario. Jesucristo es la revolución total de la humanidad. El cristianismo transformó la realidad de su tiempo y es capaz de convertir en nuevas todas las cosas que toca. Las ideologías proponen algo semejante, pero el resultado no es solo imperfecto, con frecuencia es un resultado nefasto. Cualquier ideología pretende transformar el mundo desde una perspectiva parcial aunque sofisticada. El cristianismo no es parcial. El cristianismo es total. Al presentarse como un camino para el hombre, abarca toda su realidad.
La gran transformación de la sociedad jamás se llevará a cabo bajo el paraguas de una ideología. La utopía socialista colapsó con el bloque soviético y el muro de Berlín. Pero el liberalismo tampoco es un paraíso. El funcionalismo tecnocrático que sacraliza lo impersonal también forma parte de una visión utópica que genera irremediablemente un Leviatán. El cristianismo conoce, desde hace siglos, que detrás del poder impersonal, cualquiera que sea el sistema político, hay un despotismo larvado potencialmente deshumanizador. La transformación social efectiva (metanoia) siempre tiene un inicio personal. Y la conversión de la persona genera un efecto político. Esa es la clave de la historia y, por extensión, de la política global.
Con todo, tanto el socialismo como el liberalismo han logrado un éxito político al identificar al cristianismo con el conservadurismo ideológico. El conservadurismo es un movimiento que valora positivamente el hecho religioso. Pero el cristianismo no se agota en la ideología. Trasciende todo pensamiento político. La Iglesia católica no comparte el inmovilismo conservador ni se agota en la idealización del pasado. El mensaje cristiano, cuando es predicado correctamente, allí donde actúa, allí donde es principio de vida y motor de caridad, todo lo transforma, todo lo eleva, todo lo ilumina. Nada de lo humano es ajeno al cristianismo porque el hombre es el señor de la creación. Homo homini persona, "el hombre, para el hombre, persona". Este es el apotegma cristiano superior a las ideologías paganas que dividen y segmentan: "homo homini, lupus", el hombre es el lobo del hombre.
En el Perú, una tierra con tanto por cambiar, el diablo es hiperconservador. No podemos contemplar inermes la pobreza de nuestro pueblo diseñando programas que maquillan las consecuencias sin profundizar en las causas. No podemos mirar de lado si resurge el Calibán de la violencia. No es posible que permanezcamos indiferentes ante el demonio del cainismo y el odio político. Hay que mudar estructuras e instituciones, sí, por supuesto. Pero, ante todo, urge cambiar nuestra mentalidad, apostando decididamente por la unidad. Y hay que hacerlo ya, invocando a la verdadera libertad: la que nos hace, por caridad, solidarios con los demás.
“Conservador" o "fascista" son los epítetos preferidos por nuestra progresía cuando intenta desacreditar a los que no se someten a la dictadura del pensamiento único. Detrás de esa burla cargada de odio y complejos hay toda una metafísica totalitaria basada en el delirio de atribuir a supuestos enemigos defectos que en el fondo son los de uno mismo. Esta no es la primera tiranía a la que se enfrentan los cristianos. A lo largo de su existencia, el cristianismo ha tenido que soportar todos los calificativos posibles. A menudo los insultos son el preludio de la persecución y, al parecer, ese el clima de nuestro tiempo, también en el Perú. Por eso es preciso resaltar una cosa: si algo se opone frontalmente a la esencia del cristianismo es el deseo de momificar la realidad. El diablo es conservador, por supuesto. Y en el Perú hay muy poco que conservar.
Martín Santiváñez Vivanco
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