Fernando Vigil

El derecho a discriminar

El derecho a discriminar
Fernando Vigil
01 de abril del 2016

El libre mercado es el mayor enemigo de la discriminación

Gerónimo y su esposa –ambos de origen ayacuchano– son  los empresarios más prósperos del Gran Mercado Mayorista de Lima. Aprovechando el feriado largo por Semana Santa, decidieron ir a cenar a uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Cuando llegaron, el recepcionista les negó el ingreso al establecimiento, aduciendo que el local se encontraba lleno. Grande fue la sorpresa de Gerónimo cuando a otra pareja —que llegó después y que tampoco contaba con reservación, pero que no tenía los “rasgos andinos” de ellos—, se les permitió el ingreso sin mayores restricciones. Ante los ojos de la sociedad estamos ante un evidente caso de discriminación racial. El accionar del Estado a través del INDECOPI consistirá en imponer una multa, que podría llegar a ser millonaria.

La discriminación tiene una connotación negativa, relacionada básicamente a esa búsqueda fallida y coactiva de la igualdad. Sin embargo, la concepción correcta de este término pasa por definirla como todo acto que nos orienta a “separar, distinguir, diferenciar a una cosa de otra”, tal y como lo señalaba la RAE hasta 1956. Por la tendencia igualitaria, a partir de 1970 se le ha da un significado negativo a esta palabra, al definirla como un “trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, etc.” Esto nos ha llevado creer equivocadamente que todo tipo de diferencia entre los hombres es una injusticia.

Hans-Hermann Hoppe nos recuerda que toda propiedad privada presupone una discriminación, pues si tal o cual cosa me pertenece, ello quiere decir que a usted no le pertenece y que yo estoy facultado para excluirlo a usted de ella”. En otras palabras, el progreso de la humanidad ha sido posible gracias al ejercicio de la libertad individual de los hombres para realizar actos discriminatorios sustentados en la defensa de la propiedad privada. Discriminar, por ende, es un “derecho” que se desprende del derecho a la libertad y que es perfectamente legítimo, mientras no se use la fuerza para ello (como lamentablemente se hizo durante el Apartheid).

En nuestra vida cotidiana, para satisfacer nuestras necesidades, discriminamos todo el tiempo. Por ejemplo, al comprar productos y servicios, e incluso al casarnos. Del mismo modo, cuando los colegios solo admiten a hombres o a mujeres, o cuando las compañías aéreas solo contratan aeromozas atractivas. Por ende, si no se discrimina, la vida en sociedad y el progreso serían imposibles.

Si alguien es impedido de ingresar a un establecimiento comercial o a algún empleo, es porque el empresario, decidiendo sobre su propiedad privada, está expresando una preferencia vinculada al beneficio económico que dejaría de percibir si lo acepta. Lo que no aplica para las instituciones públicas.

Milton Friedman sostenía que un mercado libre tiende de forma natural a reducir las discriminaciones, ya que quien discrimina es desplazado por los consumidores discriminados, por los consumidores que condenan la discriminación y por las empresas de la competencia, que no discriminan. Como vemos, discriminar es costoso para cualquiera, sobre todo en la sociedad en la que vivimos, en la que a la gran mayoría de hombres conscientes discriminar nos parece un acto moralmente repugnante.

Por ello, todo mecanismo estatal para sancionar actos discriminatorios genera un perjuicio económico para los empresarios (al ser forzados) y para los consumidores, al no existir los incentivos del mercado para que haya más empresas que no discriminen. La solución a la discriminación no pasa por la intervención estatal a través de leyes y sanciones, sino por las instituciones del libre mercado.

Fernando Vigil

@fernandovigilr

Fernando Vigil
01 de abril del 2016

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