Darío Enríquez
El bicentenario de una penitencia
Cuando la historia oficial es casi una farsa
Todo esto se escribe en clave de historia "alternativa". Llegamos a una cifra mágica: se cumplen 200 años de la proclamación de una supuesta independencia respecto de un imperio decadente, hecho trizas con la terrible estocada que le diera el verdugo Bonaparte. Lo cierto es que desde la ocupación de España peninsular por parte de “El pequeño corso” (1808-1814), las noticias que llegaban a los reinos del imperio español dispersos por el planeta –sobre todo en América hispana– sugerían un centro en disolución del que urgía desligarse.
En efecto, el llamado "primer grito libertario de América" tuvo lugar en Chuquisaca (Alto Perú, hoy Bolivia) el 25 de mayo de 1809, un año después del levantamiento de Madrid contra las fuerzas napoleónicas que habían ocupado progresivamente el territorio peninsular, bajo el pretexto de una falsa alianza con España para conquistar Portugal. Ese fue el inicio de la denominada "guerra de independencia española". Ellos, los peninsulares, sí que luchaban por liberarse del invasor. De modo que las inquietudes independentistas –por supuesto con gran influencia de las ideas y hechos que desembocaron en la revolución francesa y la guerra de independencia de las trece colonias británicas en América (hoy EE.UU.)– en verdad se sostenían sobre todo en la reacción frente a un centro imperial decadente, hecho trizas, casi desaparecido.
Pudimos seguir el camino de Brasil, que desconoció a la corona portuguesa y creó su propia casa real. También ello fue consecuencia de una reacción a la amenaza de la invasión napoleónica. Todo indica que eso fue un factor fundamental para mantener la unidad de un gran territorio, como el que Brasil tiene actualmente. La monarquía local luego cedió paso al modelo de república, a finales del siglo XIX. Su consolidación territorial ya era irreversible.
América hispana siguió un camino diferente. Aunque nuestros próceres siempre defendieron la idea de una "patria grande", se impusieron más bien las fuerzas centrífugas. Gran parte de nuestra historia –la que nos contaron en el colegio– es una impostura, cuando no casi una farsa. Lo que se vivió entre 1809 y 1825 (Chuquisaca y Callao), fue en verdad una guerra civil, que se gestó progresivamente en diversos espacios geográfico-políticos y que terminó en el virreinato del Perú, con ejércitos venidos del norte y del sur luchando contra tropas realistas (peruanas). Cualquier semejanza con los vericuetos del socialismo bolivariano del siglo XXI no parece ser coincidencia. Y como en toda guerra civil los diversos grupos sociales asumen partido por uno u otro lado, incluso dentro de una misma familia, no debe sorprender que gran parte de soldados y oficiales realistas fueran de origen mestizo (muchos con raíces indígenas), mientras los criollos eran predominantes en los ejércitos libertadores de San Martín y Bolívar.
Nuestro Perú representó sobre todo el bando realista. Y haber perdido la guerra civil casi nos lleva a la desaparición. Algo que Bolívar veía sin duda con mucha simpatía. El desmembramiento territorial nos redujo al 50% y más si agregamos el oportunismo de los bandeirantes y el expansionismo brasilero. No desligarse de la agonizante corona española e instituir un modelo de monarquía constitucional, con diversos grados de autonomía, era una opción que dejamos pasar. Incluso San Martín era partidario de crear una casa real peruana (uniendo un príncipe europeo y una noble cusqueña), bajo el modelo de una monarquía constitucional. Una casa real mestiza hubiera sido un potente mensaje de unidad nacional y habría diluido tanto la discriminación como el racismo.
Ante el riesgo de una nueva guerra civil que podría enfrentar a los ejércitos del Norte y del Sur, José de San Martín cedió todo el poder a Simón Bolívar y se autoexilió en Boulogne-sur-mer (Francia). Todo indica que en ese momento perdimos el tren de la historia. Bolívar pretendió una omnipotencia que poco a poco fue siendo desconocida por los líderes locales de aquí y de allá. El autoritarismo bolivariano fue el pecado original de nuestra naciente América hispana "libre", pecado cuyas consecuencias no hemos sido capaces de superar. En nuestro Perú, conmemoramos en verdad el bicentenario de una penitencia. ¡Que Dios nos ayude!
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