Javier Valle Riestra
Cordero y Velarde tiene hoy un reemplazo
¿Cómo comenzó el Perú republicano?
I
Existió en el Perú, hace poco más de medio siglo, un personaje pintoresco que desfilaba por el jirón de la Unión autoproclamándose presidente de la República. Pedro Cordero y Velarde ya murió, pero hoy tiene reemplazo en un personaje auténtico. Es realmente un psicópata; hoy dice una cosa y se desdice mañana. Lo hemos escuchado decir que destruirá el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo, cerrar el Congreso y sustituirlo por una institucionalidad antojadiza. Al día siguiente de su peroración dice todo lo contrario. Veremos qué pasa en esa cabeza pendular con el ejercicio de su gobierno. En la historia de los jefes de Estado y a lo largo de los siglos XIX y XX aconteció algo parecido. La historia dará su veredicto y caerá su cabeza en una canasta.
II
¿Cómo comenzó el Perú republicano? San Martín declinó el 20 de septiembre de 1822. Al instalarse en solemnísima asamblea dijo al apartarse del poder:
La presencia de un militar afortunado, por más desprendimiento que tenga, es temible para los Estados que se constituyen de nuevo. Y ya estoy harto de oír que quiero hacerme soberano.
San Martín, dice el gran argentino Mitre, “no era hombre de gobierno, no poseía los talentos de administrador ni estaba preparado para el manejo directo de los variados negocios públicos”. Quiso volver años después, pero ya era muy tarde. Declarada la independencia fue nombrado Protector del Perú por decreto del 3 de agosto de 1821, y asumió el mando supremo político y militar del Perú con ese título. No ostentó, así, el cargo de presidente. Los vítores de su proclama son a la Patria, la libertad y la independencia. No hay vivas a la República. Estaba en ciernes el problema de la forma de gobierno.
Recuerda Chirinos Soto, en su Historia de la República, que la herencia del Protector fue dejar una Constitución de corte liberal, la de 1823, luego de su viaje al exterior. A esa primera Charta liberal responde la autoritaria Constitución bolivariana o vitalicia de 1828. La reacción liberal se manifiesta en la Constitución de 1828 y en la de 1834. El esquema autoritario de la Confederación de Santa Cruz se repite en la Constitución de 1839, también conservadora o autoritaria, contra la corriente liberal expresada en los mandamientos constitucionales de 1828 y 1834. Llegaría el momento de reemplazar a la autoritaria de 1839 por la Constitución de 1856, y ésta por la de 1860 que contiene un equilibrio entre los partidarios de la libertad y los defensores del orden.
A la primera Constitución debemos agregarle que los constituyentes que quedaron instalaron la Asamblea Constituyente.
III
San Martín durante su protectorado no se inmiscuyó en el Poder Judicial. Aunque era una dictadura, declaró al asumir el mando: “Me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias, porque su independencia es la única y verdadera salvaguarda de la libertad del pueblo”. Otra herencia del Protector es su persistencia “a la voluntad general de los pueblos”. Basadre ha escrito que lo verdaderamente sanmartiniano es el respeto al principio de la voluntad popular; la convocatoria al congreso Constituyente, la elección libre de los diputados de aquel primer congreso y las garantías que gozaron ellos al reunirse.
IV
A propósito del debate sobre una Constituyente, el jurista Alberto M. Etkin nos recuerda su teoría sobre el poder político, poder revolucionario y poder constituyente. Sostiene que en todo Estado hay algunos que mandan y otros que obedecen ¿De dónde emana tal derecho y cuál es la fuente de su poder? Refiere tres categorías: 1) los que tiene su poder en la ley; 2) los que lo tienen de la fuerza, pero tratan de encuadrarlo en la ley; 3) los que lo tienen de la fuerza y dictan su ley. Se trata de gobiernos legítimos, prelegítimos y revolucionarios, anota Guglielmo Ferrero. El poder de hacer las leyes es la esencia de la soberanía; el soberano dicta la ley. La atribución de soberanía se funda en un principio de legitimidad, que justifica el derecho de mandar, el derecho de hacer la ley, y el poder de aplicarla; ello caracteriza al sistema de gobierno democrático. Ese principio de legitimidad se cristaliza en una ley fundamental, en una constitución (Cfr. Enciclopedia OMeba, T. XXII, p. 492).
Convocar a una asamblea no puede quedar al azar ni en manos de personajes pintorescos. Tenemos que velar por la legitimidad.
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