Darío Enríquez
¡Cómo no te voy a querer...!
La histórica visita del papa Francisco al Perú
Hace 1985 años, una de las tantas y frecuentes sentencias aplicadas a presuntos delincuentes y antisociales en las urbes del Imperio Romano —en este caso en tierras de Palestina y Judea— se convirtió, paradójicamente, en el acto fundacional de una institución fundamental en la emergencia y liderazgo del mundo occidental y, por ende, del planeta entero en toda su historia civilizatoria: la Iglesia católica. Jesús de Nazaret —a quienes algunos consideraban charlatán, mago, profeta y hasta hijo de Dios— fue condenado, sin razón valedera alguna, a tortura y crucifixión hasta la muerte, junto a dos delincuentes, Dimas y Gestas.
Lo que el Perú ha vivido en estos últimos días es histórico. Una vez más, por si fuera necesario, se ha mostrado ese enorme y sólido crisol de sincretismos agrupados bajo la denominación de “catolicismo peruano”. Haciendo parte del catolicismo oficial, fusionado además a esa gran diversidad en formas de vivir y sentir una fe religiosa, la sociedad peruana pulveriza en los hechos las impostadas teorías de falso laicismo y nos dice, en forma contundente, que las creencias religiosas forman parte abrumadora e incontestable de nuestra identidad. Si negamos nuestras raíces judeocristianas y nuestros sincretismos populares será imposible que encontremos el camino de la construcción de la nación peruana.
Buena parte de los problemas sociales y políticos que vivimos hoy, sin duda alguna, tienen que ver con que en el último cuarto de siglo, desde el poder, se ha negado sistemáticamente esta realidad y se ha forzado esa entelequia postiza llamada “Perú laico”. Ese país laico que ni siquiera existe en nuestra Constitución y que solo una “sentencia” prevaricadora del Tribunal Constitucional —en el contexto de esa negación de la realidad desde el poder que pretende imponer lo suyo— fuerza el contenido de nuestra carta magna y pretende que seamos lo que no somos. El Perú es el Perú. Nada menos y nada más.
Somos una nación profundamente mestiza, en donde las raíces andinas (en todas sus vertientes) e hispanas son fundamentales, además del aporte que hemos recibido del resto de Europa, del África mediterránea y del Congo, del extremo Oriente, de Catay y Cipango. No hay otro caso en la historia del mundo que pueda mostrar un mestizaje vasto, profundo y consolidado como el de Hispanoamérica y el Perú. Este nuestro mestizaje tiene un elemento cultural de fusión centralísimo, sin el cual se desmorona cualquier esfuerzo identitario nacional: nuestra ética judeocristiana.
La presencia del Papa y su palabra tienen un trasfondo telúrico, sensible y emotivo. Sus dichos no forman parte de una reflexión en frío, sino cercanísima a los problemas cotidianos de la gente. No propone soluciones prefabricadas ni de aplicación vertical, como pretenden los tecnócratas. Tampoco soluciones populistas, como lo hace la mayor parte de políticos. El Papa hace énfasis en la identificación de esos problemas cotidianos, de ese día a día que vivimos todos. Este enfoque es en sí mismo un modo eficaz de aproximarse a la solución. Pero la solución, tanto su concepción como su ejecución, queda en nosotros mismos.
Las diversas agendas políticas y culturales que ignoran, cuando no ridiculizan, la identidad cultural de la inmensa mayoría de peruanos deben poner punto final a sus pretensiones. Deben percatarse de que están quebrando el virtuoso proceso espontáneo por el cual los peruanos construimos una identidad nacional sustentada en el esfuerzo personal y colectivo, en la solidaridad, en nuestras creencias religiosas y nuestra diversidad expresada en la música popular y en la culinaria nacional. Todo ello bajo una perspectiva de participación voluntaria. No tiene que gustarte el cebiche o la chanfaina. No debe ser obligatorio que formes parte de una empresa colectiva o que te impidan tener tu emprendimiento individual, debes en uno u otro caso hacerlo voluntariamente. La solidaridad es voluntaria; parece mentira que tengamos que recalcar el carácter voluntario de la solidaridad, sin lo cual sería un robo. Sean cuales fueren tus creencias religiosas, aún si no las tuvieras, no estás excluido. Pero si fuera el caso que seas minoría, tendrás derechos, pero también deberes, como todos.
Al papa Francisco, desde esos sectores que atacan permanentemente a la Iglesia y a los creyentes, se le exige opiniones tajantes y hasta condenas con nombre y apellido. Ese no es su papel. Su misión de pastor es dar a conocer su solidaridad con los problemas que afectan y afligen a los feligreses, ofreciendo su enorme soporte espiritual. Además debe reforzar la gran labor social de la Iglesia Católica que ha intervenido, interviene y seguirá interviniendo para brindar educación primaria y secundaria de calidad, en especial para los más necesitados. Muchas familias cambian en definitiva su futuro gracias a esa educación.
También la Iglesia administra más de 1,200 centros universitarios y de educación superior en el mundo. Su acción se verifica en los cinco continentes: América, Europa, Asia, África y Oceanía. Un repaso rápido nos habla de algo más de 5,000 hospitales, más de 17,000 dispensarios médicos, casi 700 leprosorios, alrededor de 15,000 asilos de ancianos y 7,000 orfanatos. Son cifras al 2010. En la figura que acompaña este artículo —de donde hemos extraído las cifras— se muestra un inventario de esta vasta obra social, resumen realizado por el padre Jorge González Guadalix, S.D. Y no se incluye en ese inventario la enorme labor en ayuda alimentaria que se realiza en todo el planeta, tanto en tiempos ordinarios como frente a catástrofes naturales, desastres humanitarios o eventos bélicos.
En los centros de cuidados paliativos para enfermos terminales de SIDA no encontramos activistas gays ni “filósofos” de género atendiendo a los moribundos. Lo que hallamos allí son muchos “homofóbicos” (véase las comillas) curas, monjas y laicos cristianos que prestan estos cuidados en forma voluntaria. Cuentan que una vez en Calcuta, la madre Teresa curaba ella misma el cuerpo doliente, llagado y moribundo de un pobre hombre, limpiando sus heridas, besando sus mejillas y reconfortándolo en esos sus últimos y terribles momentos. Un periodista presenció el momento y en el límite de la repugnancia que le producía tal escena, le comentó a la madre Teresa: “Yo no haría eso ni por un millón de dólares”. “Yo tampoco”, le respondió la Madre Teresa, diciendo a continuación: “Yo lo hago por amor”.
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