Dardo López-Dolz
¿Cojones bamba?
¿Cojones bamba? El gobernante tiene la obligación de usar la fuerza pública
No se puede gobernar con temor a enfrentar y solucionar los problemas que impiden el desarrollo del país. El costo de dilatar se paga caro, en recursos siempre y lamentablemente no pocas veces en vidas humanas, como ocurrió en el “baguazo”, cuando la dilación vacilante acabó en tragedia homicida. Cuando se manipula a pobladores para extorsionar a una mina mediante cortes sucesivos de vías nacionales, en zonas muy lejanas del área de operaciones de una mina o de la planta de procesamiento como para apelar razones ecológicas, no solo se impide el derecho constitucional al libre tránsito y se atropella el Estado de derecho, también se pone en grave riesgo la gobernabilidad.
Ante tales hechos, el gobernante tiene la obligación de usar la fuerza pública y el sistema judicial para imponer la ley. No es racional ni sostenible vacilar prolongando el daño por temor a no hacer olas. Permitir que esa iniciativa perdure es propiciar que se multiplique. Pretender ganar tiempo “midiendo percepciones” de quienes delinquen acabará atrapando al Gobierno y al país en un caos en el que tendrá que “medir percepciones” a cada banda que decida no respetar la Constitución. De ahí a la ley de la selva, el trecho es corto.
Debemos tener claro que para conseguir el desarrollo de un país y sus ciudadanos es imprescindible contar con los recursos que lo propicien. Estos solo se obtienen del crecimiento económico, el cual genera ganancias, sueldos y recaudación tributaria; es decir capacidad de ahorro, gasto o inversión pública y privada. La economía peruana depende de la explotación oportuna de su potencial, y el valor de los recursos no es eterno; recordemos que la era de bronce no terminó porque se acabó el cobre, sino porque se descubrió el hierro. Lo mismo nos pasó ya con el salitre y el guano. Nuestra riqueza actual de minerales e hidrocarburos puede acabar valiendo nada cuando aparezcan sustitutos. Ya el acero empieza a ceder terreno a los polímeros.
La industria vende 40% de su producción al sector minero. El comercio existe solo si hay dinero para comprar, y el turismo masivo (que es el que genera recursos relevantes) no pasea por las inhóspitas zonas de producción de minerales o hidrocarburos (salvo el caso extraordinario de la montaña de colores). No hay, por lo tanto, incompatibilidad siempre que se respete los estándares ambientales exigidos por la mayoría de mercados compradores y por la banca internacional que financia dichos proyectos.
Recordemos el motivo de la expedición de Pizarro, el oro que el Inca ya explotaba. Quienes se oponen a la minería aferrándose al régimen agrario —sean curas rojos que temen perder poder, pseudo nacionalistas hipotecados a potencias de oriente, acomodados socialistas de salón (caviares) o socialistas bolivarianos, también esperanzados en el favor económico personal de potencias de oriente— harían bien en explicar al pueblo por qué en el mundo el latifundio mecanizado es la única forma sostenible de generación de alimentos suficientes para la población futura del país y del planeta. Este no es ni intensivo en mano de obra ni compatible con la atomización de la propiedad. Es tan claro que demográficamente el mundo es por eso cada vez más urbano y menos rural.
O nuestros gobernantes defienden con patriótica valentía la producción oportuna y sostenible de minerales e hidrocarburos o perderemos una vez más el tren del desarrollo.
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